Al día siguiente de perder la nominación nos pusimos nuevamente a trabajar, comenzamos a preparar la candidatura para la próxima edición. Con más moral que el Alcoyano solicitamos una vez más la capitalidad. En la edición del año 2000 podía participar una ciudad española junto a otras de otros países europeos. Al cambiar de milenio se quería conmemorar el acontecimiento dando más oportunidades. Preparamos con esmero la documentación, mandamos cartas de adhesión a la causa a la totalidad de las personalidades destacadas en educación y cultura de España y del mundo, sobre todo de Hispanoamérica. Obtuvimos un resultado impredecible, miles de nombres se sumaron a nuestra petición con cartas de ánimo. Nos dimos cuenta de lo que significaba Salamanca en el mundo.
Las universidades se adhirieron también y algunas de ellas hicieron proselitismo. Juan Antonio Pascual y yo nos fuimos a Ginebra a hacer propaganda de la candidatura en las mismas Naciones Unidas. El canciller de la embajada, Francisco Cenzual, nos presentó a lo más granado de la Confederación Helvética y de las Naciones Unidas. Recuerdo mi impresión al entrar en una de las salas de reuniones internacionales en la sede de la ONU en la ciudad suiza. Ese impacto me hizo escribir para una intervención en los dominicos unas letras que guardo y transcribo.
“Uno de mis paseos preferidos por el casco antiguo de Salamanca tiene como fin la contemplación de la sorprendente fachada de la iglesia del convento de los Dominicos. A lo largo de mi vida he pasado horas recreándome, palmo a palmo, en cada una de las esculturas, en el calvario, en la lapidación de San Esteban, en los mil y un grutescos y filigranas que embellecen ese maravilloso tapiz realizado en piedra de Villamayor. La simetría, la cromática variable y los cambios en la percepción en los días de niebla, en los atardeceres del cálido verano o en las mañanas frías del crudo invierno salmantino, me ha producido siempre una emoción que he pretendido transmitir a cuantos pasean conmigo por la vieja Salamanca.
En los recorridos, la mayoría de las veces elegidos al azar, dejándome llevar, las piedras de los monumentos me van hablando, me susurran al oído las mil y una historias del pasado, y también, como si de una pitonisa se tratara, me insinúan los acontecimientos que han de pasar.
De todos esos lugares, de sus rincones, de sus plazas y calles me llega el runruneo de los diálogos de los sabios que engrandecieron esta ciudad, muchos de ellos vivieron en el convento de San Esteban. De aquí surgieron los grandes avances de la humanidad, el Derecho de Gentes y el grito por dignificar la vida de los nativos de una tierra recién conquistada.
En nuestras calles nacieron los diálogos entre fe y cultura, entre la fe que explicaban teólogos de prestigio en la Universidad de Salamanca y una ciencia incipiente que apuntaba lejos, tan lejos como la luna. También me llegan las voces en alto de unos frailes que claman contra el abuso de poder, y la crítica sin complejos, arriesgada, contra los poderosos, e imagino, en los atardeceres salmantinos, los preparativos, no exentos de cierta ansiedad, realizados por un grupo de frailes organizando su viaje para llevar a las Indias el mensaje de un humilde Artesano, el mensaje evangélico.
Fray Pedro de Córdoba, Fray Antón de Montesinos, Fray Bernardo de Santo Domingo y Fray Domingo fueron los primero dominicos en llegar a la Española. Corría el año 1510. Eran intelectuales comprometidos con su tiempo. Que dejaron la para aquellos tiempos cómoda Salamanca, las celdas austeras de San Esteban, para pasar a vivir en una choza, durmiendo en colchones de paja seca, aportando un ejemplo de vivir como el Maestro, El más pobre entre los humildes. Procedían de una Salamanca que se había convertido en el ombligo del Imperio y que bullía de actividad y vida por los cuatro costados.
Fue poco antes de la celebración de la Navidad, el día en que se celebraba el solsticio de invierno de 1511. Los frailes de San Esteban habían visto con sus propios ojos los desmanes de una conquista que se hacía en nombre de Dios, pero que nacía de lo peor de los hombres. Fue Montesinos el encargado de elevar la voz alta y clara en un sermón que fue escuchado, y que, pese a que el ambón estaba a miles de kilómetros de la corte, corrió como reguero de pólvora por todo el imperio. Fue una comunidad que aguantó con humildad y firmeza las presiones del poder civil y también, por qué no decirlo, la incomprensión del provincial, mal informado por los que les interesaba falsear el mensaje.
Debemos sentirnos muy orgullosos por el cambio que supuso el sermón de Montesinos a la hora de plantear la colonización de las Américas, pero el mérito hay que buscarlo no sólo en él, debemos mirar con admiración a un grupo de frailes, muchos de ellos anónimos, que llevaron a la práctica las enseñanzas que habían recibido en los dominicos de Salamanca. Montesinos pertenecía a la orden de predicadores y fue su verdad proclamada desde el púlpito la que desmontó una forma de hacer, incompatible con el cristianismo que fueron a anunciar a las nuevas Indias.
A Montesinos y a sus hermanos debemos que un año después de su famoso sermón se promulgaran las leyes de Burgos por las que los indígenas recibían un trato más digno. Tímidos progresos que dieron paso, en 1513, a las Declaraciones de Valladolid en las que los derechos de los indios fueron reconocidos con más contundencia.
Proclamo mi admiración por unos hombres libres en su pensamiento, fuertes en sus convicciones, humildes en su opción de vida, intelectuales que optaron por reafirmar su fe, que prefirieron el riesgo y el sacrificio en lugares carentes de acomodo, renunciando al estudio en el silencio de una biblioteca universitaria o conventual.Como he comentado, las piedras en Salamanca también hablan del futuro, futuro que nace del ejemplo de hombres como Montesinos y que apunta a la implicación de los intelectuales en la labor humana como única forma de salvar un mundo que pide a gritos otro sermón de un nuevo Montesinos”.