Durante las semanas pasadas hemos escrito del impacto de distintos sectores en el gasto sanitario del SNS incluyendo el gasto farmacéutico. En un sistema público, financiado con impuestos por los ciudadanos la equidad es fundamental, pero al tratarse de un sistema con presupuestos finitos determinados por los gobiernos, inevitablemente surgen preguntas: ¿Qué papel juegan los políticos al determinar los presupuestos? ¿Qué papel los gestores al administrarlos? ¿Qué criterios se siguen para determinar que tratamientos se incluyen en la cartera de servicios y quien los determina? ¿Es posible atender todas las demandas de ciudadanos, pacientes y familiares? ¿Qué papel juegan los médicos en la toma de decisiones? ¿Cual las asociaciones científicas y profesionales? ¿Qué papel las asociaciones de pacientes? ¿Qué papel juega directa e indirectamente la industria farmacéutica?
La toma de decisiones viene finalmente determinada por todos los actores que intervienen en el proceso, los anteriormente citados y otros muchos menos visibles, y es el resultado final de las presiones de unos u otros ejercidas por distintos medios, no siempre legítimos y pocas veces transparentes. Es evidente que no todos tienen la misma fuerza y capacidad de presión y que el resultado final es la resultante de la suma de todas las presiones independientemente de que sean legítimas o ilegítimas.
El avance del conocimiento científico a través de la investigación de nuevos fármacos pone a disposición de la sociedad avances terapéuticos que, finalmente, se incorporarán a la práctica clínica, pero no es menos cierto que en muchas ocasiones los nuevos fármacos no aportan avances significativos y, a pesar de ello, se posicionan en el mercado y, dependiendo de la capacidad de presión de la industria farmacéutica terminan siendo aprobados, introducidos en la práctica clínica, financiados por la sanidad pública y prescritos por los médicos.
Una decisión difícil es la que se produce cuando fármacos que constituyen avances terapéuticos para enfermedades que afectan a un número reducido de pacientes tienen un precio desorbitado, una situación cada vez más frecuente, especialmente en campos como la hematología, la oncología o la inmunología. ¿Debe financiarlos el sistema público? ¿Cuál es el límite razonable que el SNS puede pagar por ellos? ¿Una vez aprobada su financiación y uso puede serlo en detrimento de otros tratamientos dado que los presupuestos sanitarios de cada servicio de salud u hospital son limitados?
Otra situación diferente es la que tiene lugar con los tratamientos para enfermedades crónicas como Diabetes, Hipertensión, EPOC o Asma, p. e. ¿Que sucede con tratamientos para estas enfermedades, con un precio mucho más razonable pero que al afectar a muchas personas el montante global supone también un coste elevado para el sistema? ¿Se deben ver afectado este tipo de pacientes y fármacos por el gasto producido por los medicamentos de alto precio descritos en el párrafo anterior?
Teniendo en cuenta que, como hemos señalado anteriormente, los presupuestos sanitarios son limitados y que no hay dinero para todo ¿deben limitarse los tratamientos financiados en función de la gravedad clínica o en función del número de pacientes afectados? ¿Deben limitarse en función del precio? Son situaciones opuestas, pero mucho más frecuentes de lo que pueda parecer y, en ocasiones, las decisiones sobre una de ellas determinan las decisiones sobre las otras. Estas decisiones deberían tomarse por personas con el suficiente conocimiento científico, pero sin conflictos de intereses, pero en un mundo tan interrelacionado como ciencia, investigación, industria farmacéutica y medicina no es tan fácil como pudiera parecer desde fuera.
Si a ello se añaden los condicionantes políticos que determinan los presupuestos y que a través de los gestores tratan de disminuir el gasto sanitario, pero con una gran habilidad para no enfrentarse a los ciudadanos afectados por una decisión política de no autorizar determinados tratamientos, el problema se complica aún más y se traslada la presión a los médicos prescriptores que tienen también sus propios condicionantes a la hora de tomar decisiones, aunque en este caso, afortunadamente, la toma de decisiones está dejando de ser individual para ser adoptada por comisiones clínicas, no sin resistencias individuales a la perdida de la capacidad de prescribir.
Existe menos información del papel que pueden jugar las asociaciones de pacientes y cómo influyen en ellas los juegos de intereses de todos los participantes en el proceso. Es de suponer que actúan lógicamente como agentes de presión en función de los intereses de sus asociados, pero es de suponer igualmente que también reciben presiones de algunos de los agentes anteriormente citados.
En un mundo ideal deberían primar la sostenibilidad del sistema, el beneficio indudable del paciente y la ausencia absoluta de conflictos de intereses, algo difícil en un sector que mueve miles de millones, pero aún en esos casos, y asumiendo inocentemente un comportamiento ético por todos los participantes en el proceso ¿Hasta dónde puede llegar el gasto? ¿Dónde y para quién están los límites? ¿Quién los pone y quién vigila que se cumplan? Al final todos los interrogantes anteriores se resumen para cada uno de los implicados en el proceso en uno solo: ¿Qué hay de lo mío?
Fdo. Dr. Miguel Barrueco.
Médico y profesor universitario
2 comentarios en «¿Qué hay de lo mío?»
Todas las enfermedades deberían estar cubiertas todas
Gran análisis. Difícil solución. Sí, todo financiado es lo ideal, pero, de dónde se detrae??
Todo el mundo dirá: «de lo mío no».