En el pequeño edificio de la calle de Gibraltar se montó un servicio de catalogación y represión de cuantos habían defendido la República, que también incluía a los familiares y amigos de los represaliados. Los militantes socialistas, comunistas, anarquistas, sindicalistas, masones y rotarios fueron recogidos en listas que servían para controlar aquellos desafectos con el régimen. Este archivo era consultado por la policía para eliminar a cuantos opositaban a un puesto de funcionario o para negar los avales de buena conducta, necesarios para obtener un puesto de trabajo.
El conflicto que abrió el Gobierno socialista sacó a la superficie la lucha ideológica que durante cuarenta años había estado larvada. Los represores, acantonados en partidos de extrema derecha, vieron en el conflicto del archivo una ocasión magnífica para cuestionar al Gobierno de izquierdas. La oposición, en Salamanca y en Madrid, vio el cielo abierto y se aliaron con el bando nacional.
Para ellos era muy sencillo hacer oposición, bastaba con sacar el señuelo de los catalanes y su separatismo, y recurrir a la idea de que nos llevaban el archivo para que inmediatamente el de San Ambrosio pasara a ser tan importante como la Universidad y, desde luego, más que el conjunto de las catedrales.
Al llegar a Salamanca desde Barcelona me reuní con los concejales y los responsables del partido para decidir qué hacíamos. Estaba indignado, nadie del Gobierno nos había comunicado sus intenciones antes ni después de tomar la decisión. Me manifesté claramente en contra de la salida de los papeles y aposté fuerte. Dije alto y claro que no lo iba a permitir, y que para que el Gobierno tuviera legitimidad para entregar los papeles a Cataluña, debía permitirlo el parlamento mediante ley. Solo así obedeceríamos como demócratas la orden.
La cosa fue a más, La derecha durante años hinchaba el tema, sus medios dedicaban horas y horas a hablar del asunto, y los contertulios de radio y televisión retorcían una y otra vez los razonamientos de unos y otros. La cosa en Cataluña tomaba un cariz reivindicativo. La cuestión fue de mal en peor, ya que en menos que canta un gallo tuvimos montado la guerra dialéctica de las dos Españas, y la Corporación socialista de Salamanca se vio en medio de la batalla sin comerlo ni beberlo.
Los humoristas catalanes hacían mofa de los salmantinos, entre ellos de su alcalde, y los salmantinos insultaban en la calle y en los bares a los catalanes. Todo lo que habíamos ganado dialogando en la transición se vino abajo.