Opinión

Credibilidad

Feijóo, en la concentración del PP en Madrid contra la amnistía, el pasado 28 de enero.

Obvio es que la credibilidad es un trofeo difícil de cobrar, y más en la esfera política. Requiere esfuerzo y coherencia, y también «buena intención», en el sentido público y comunitario que puede darse a esta expresión.

Obvio es también (por poner un ejemplo donde la credibilidad ni está ni se la espera) que ni Juan Carlos I, el rey demérito, ni Felipe González, el futuro vicepresidente propuesto (y algunos dicen que aceptado) para el gobierno golpista del general Armada, ni otros muchos que participaron en aquel intento, tienen ninguna credibilidad en todo lo que se refiere a aquel embrollo famoso del 23F. Un engaño al pueblo español cuyos detalles exactos seguiremos ignorando porque la transparencia en nuestra democracia es bastante turbia, brilla por su ausencia, y los secretos «oficiales» de nuestro régimen tienen más vidas que un gato.

Nos tratan como a niños a los que la verdad puede dañar, y una vez aceptado este axioma («La mentira os hará libres a fuer de ignorantes») todo es seguir haciendo encaje de bolillos entre las medias verdades y las mentiras completas, hasta que en los siglos venideros los secretos “oficiales” caduquen.

Todo sea por no escandalizar a los inocentes ciudadanos. Nada que ver con ocultar responsabilidades turbias e inconfesables.

Ya me dirán ustedes qué credibilidad pueden tener unos políticos o unas instituciones que ante la corrupción del jefe del Estado (hoy rey demérito) se acostumbraron (fea costumbre) a mirar para otro lado.

O qué credibilidad puede tener una justicia que aún no ha descubierto quién está detrás de las cloacas policiales (y totalitarias) del gobierno de Rajoy.

O un jefe del Estado que ante el austericidio con que se hizo y aún se hace penar a los ciudadanos españoles y a sus servicios públicos, como paganos de una estafa ajena, se dedicó para subrayar su privilegio a vivir a lo grande y evadir impuestos.

Precisamente esos impuestos con los que se pagan los servicios públicos recortados y escamoteados.

¿Y qué credibilidad (para esto y para todo lo demás) puede tener un jefe de la oposición, Feijóo, para el que el gobierno actual, salido de las urnas (cosa que no ocurría precisamente con el gobierno que proponía el general Armada), es una «dictadura»?

¿O qué credibilidad puede tener este mismo jefe de la oposición que después de dar la matraca demagógica con la dichosa amnistía, ahora dice que donde mejor está Puigdemont es fuera de la cárcel, y se abre a negociar con él?

Parece -ahora- coincidir con muchos en que la solución a ese problema no vendrá por la vía del castigo y la confrontación, sino por la vía de la reconciliación y el diálogo. Obvio. Pero entonces ¿A qué viene tanto teatro, tanta hipérbole, y tanta demagogia contra el gobierno de Sánchez?

Hay quien anda estos días un tanto desesperado porque las incoherencias del PP y de Feijóo no se noten demasiado. Y así por ejemplo leemos en la prensa:

«Señorías del PP, ya vale de ocultarnos que, con el objetivo de gobernar, estarían dispuestos a negociar con Puigdemont. Y, señorías del PSOE, las cesiones que se planteó el PP encajaban mejor con el espíritu constitucional, y con el ánimo social, que las suyas», que parece una fórmula equilibrada pero dirigida en realidad a dejar en buen lugar el doble juego del PP y como mejor una solución (la del PP) que hasta ahora estaba oculta porque implicaba negociar con Puigdemont.

Necesario era ocultar este proyecto del PP porque de conocerse por los ciudadanos ese ánimo negociador de Feijóo con el fugitivo de Waterloo, quitaría credibilidad y fuelle a todo el despliegue populista y demagógico con que el PP se ha empleado a fondo en este tema, tratando a los ciudadanos como a niños que para lo que sí sirven es para depositar votos en las urnas cuando se les asusta, pero no para reflexionar sobre los problemas antes de votar.

En cuanto a que «las cesiones que se planteó el PP encajaban mejor con el espíritu constitucional, y con el ánimo social…» parece un juicio aventurado porque lo primero lo decide el Tribunal Constitucional, y lo segundo lo deciden las urnas.

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