Quizás solo ocurre que afrontamos demasiadas sorpresas, demasiadas novedades, demasiadas incertidumbres.
Algunos titulares de prensa nos informan que nuestro país está inmerso en un ambiente político tóxico, pero al parecer no es el único. La fábrica de este tóxico tiene carácter trasnacional y origen incierto. Parece un signo claro que delata tiempos revueltos, un cambio de era o algo así.
Ante la pregunta de si existen los cambios de era debemos responder que sí. Parece confirmado. De hecho, a nuestra era se le ha dado un nombre: «antropoceno», y no precisamente para dignificarla con la cualidad de lo «humano», sino para desmerecerla con todo aquello de lo que somos capaces los homo sapiens -tan hábiles y poderosos- en orden a alterar los equilibrios naturales cuando actuamos con poca cabeza y guiados por la codicia.
Una cosa es la capacidad técnica de influir en el curso de la Naturaleza con prudencia y buen juicio, y otra muy distinta alterar los «equilibrios» naturales, es decir aquellos ritmos y equilibrios planetarios, consolidados por el transcurso del tiempo y que favorecen la conservación de la Natura y a nosotros como parte de ella. «Natura» es un término no solo hermoso sino adecuado que le gusta utilizar a nuestro naturalista y poeta Joaquín Araújo.
Se puede entender fácilmente: de la misma manera que no es bueno alterar los equilibrios que conforman nuestra fisiología humana como máquina diseñada por la evolución a través de un largo periodo de tiempo y perfectamente engrasada (o casi) para sus fines propios, tampoco conviene alterar o intoxicar con venenos la fisiología que conserva a la Naturaleza en un estado saludable en el ámbito de nuestro mundo limitado. De momento no tenemos demasiados mundos o planetas a los que huir.
Es cierto que dilucidar qué es «natural» o «artificial» dentro de nuestro mundo o dentro del cosmos, es complicado. Probablemente esta distinción procede de una mirada corta y antropocéntrica porque dentro de este «cosmos» que abarca todo, y donde si hemos de creer a los griegos antiguos nada se crea ni se destruye, sino que solo se transforma en una metamorfosis sin fin, es difícil colocar la frontera entre ambos conceptos: lo natural y lo artificial. Así que, si tuviéramos que responder a la pregunta de si la ramita que utiliza el chimpancé para extraer termitas de su agujero y comérselas, es un hecho «natural» o «artificial», nos pondrían en un grave aprieto, quizás solo semántico. Y lo mismo si nos preguntáramos por ejemplo si la poesía o la música son hechos naturales o artificiales.
Si escuchamos por ejemplo la pista «Almindsø» del álbum de jazz «Vejviser», un ejemplo de «jazz nordic» que debemos a Peter Rosendal, vemos como los sonidos naturales y los trinos de distintas aves se mezclan con las notas de jazz en un todo indiscernible y orgánico.
En esa metamorfosis que no cesa y que no cree en las tesis inmovilistas de Fukuyama sobre “el fin de la Historia”, nuestro tiempo ha adquirido, según los expertos, un carácter tóxico y ruidoso, poco sereno, y bastante histérico. O sea, lo contrario de aquella placidez definitiva en alabanza perpetua del dios mercado que profetizaba Fukuyama.
La Historia no se ha detenido, se ha acelerado, el mercado, muy en su línea, ha seguido cometiendo fraudes y estafas, y la desigualdad galopante ha traído la polarización.
El pensamiento único y sin alternativa solo existe en la mente de aquellos fanáticos que cada vez que pierden unas elecciones, montan una estrategia golpista o un asalto a las instituciones, y que paradójicamente se llaman a sí mismos “neoliberales». Este es el nuevo escenario “tóxico”.