Decía el expresidente de Uruguay, José Mujica, que «el término populismo vale para un barrido y un fregado”. Y estaba en lo cierto.
Igual le pasa al término «globalismo», que admite distintos usos e interpretaciones.
En algunos sectores la globalización se considera beneficiosa solo si sirve para explotar al prójimo y esquilmar el planeta. A estos debemos considerarlos globalistas atolondrados o planetarios de la vieja escuela, que son aquellos que consideran el planeta de propiedad privada, una especie de hamburguesa para devorar de forma rápida y a grandes bocados. Luego vendrán los gases… de efecto invernadero.
Son los menos, pero los más poderosos. También los más necios.
De su necedad deriva que la profecía de Fukuyama, que vaticinó el triunfo simbiótico de la democracia universal y el neoliberalismo global (un extremismo incompatible con la democracia y la ecología) fuera un absoluto fracaso.
La ecología, que debe considerarse ya tronco principal y no solo rama importante del árbol de la ciencia, junto a los avances del conocimiento astronómico y los viajes exploratorios más allá de la Tierra, nos han convertido en seres planetarios que contemplamos la realidad desde una perspectiva nueva, más amplia y exacta. Y esto no solo por motivos epistemológicos derivados del aumento del conocimiento sino por imperativos pragmáticos guiados por el deseo de supervivencia, un deseo más que justificado.
De ahí que cuestiones como la del cambio climático, la contaminación ambiental, y la reducción de la biodiversidad, se hayan vuelto cruciales, y otras como las vicisitudes provincianas que rigen todavía algunas políticas nacionales, se tornen tan minúsculas, intrascendentes, y ridículas.
P: ¿Qué me dice usted de la amnistía?
R: ¿Y qué me dice usted del cambio climático o de la contaminación de los mares?
¡Ay las fronteras ridículas de ese puntito azul que es nuestro planeta!
¡Qué absurdo querer «hacer de nuevo grande» (desintegrado, y frente a los demás) a un país -el que sea- en los tiempos que corren!
Porque si nos descuidamos o nos cegamos en esas minucias, en esos ombligos pueriles, los tiempos correrán, y para todos, en nuestra contra.
Con fronteras feroces, sin colaboración, con nacionalismos hipertrofiados, estamos condenados.
En este sentido, el nacionalismo puede llegar a ser un cáncer que, rotos los lazos, acabe con todo. Una vez más.
Se hace necesario elevar la mirada más allá de nuestro ombligo para contemplar el paisaje. Solo así se aprecian las relaciones y las múltiples dependencias que rigen un mundo orgánico.
Tenemos que coordinar y hacer compatible el cuidado y afecto de lo más próximo con el cuidado y afecto global, representado en ese puntito azul suspendido en el espacio.
¿Y cómo podemos hacerlo? Pues podemos empezar, entre otras cosas, por respetar la dignidad humana de los que, procedentes de otros países y otras culturas, están entre nosotros, colaborando con su trabajo y esfuerzo al bien común.
Mientras tenemos en el espacio varios telescopios potentísimos y a cuál más sofisticado que aumentan y dilatan nuestra mirada, seguimos entregados al infantilismo ciego de las banderas. Mientras debatimos (o debaten) amnistía sí o amnistía no, la basura y la inmundicia seguirá viajando sin fronteras y llenando los mares y océanos que convierten a nuestro planeta en un punto azul, un ser en equilibrio (cada vez más frágil) capaz de albergar vida.