Hay días que de repente uno se siente alegre, a salvo de lágrimas y pesares, del desánimo y los escalofríos. Un estado de contento en el que te das cuenta que no estás solo, que hay quien te invita a ir de su brazo, caminas con paso firme y con quien te paras te escucha. Es como habitar el remanso de un río caudaloso en el que el tiempo ha detenido su agitada carrera y cerca, muy cerca, está a punto de suceder algo bueno. Tienes la certeza de que siempre, a cualquier hora del día, vas a encontrar un amigo.
Todos quisiéramos la lluvia a tiempo, el camino despejado y a la caída de la tarde, después de una jornada laboriosa, con el sol sobre el horizonte, tuviéramos a mano una vida generosa y reposada en que las palabras fuesen sinceras, ningún aplauso vano y que las sombras las ponga el sol y no la confusión. Existencia con ganas que haya confianza, maestros que enseñen y que cada uno llegue sin sobresaltos donde va. Cosas en que lo que más vale es poner corazón.
No hace falta correr para llegar a tiempo, ni cumplir una obligación para estar satisfechos, basta la sensación de ser jóvenes, admirar el despertar de la hierba en primavera, hacer por ver descienden del cielo uno tras otro los colores del arco iris, saber que no hay que apagar la luz de otros para que brille la propia. Lo natural de preferir el contento a un gesto malhumorado, a lo inútil del ruido, a un campo de batalla y tantos derribos de los que se va cubriendo de escombros la tierra.
Al alcance de cada uno está su propia isla, con la claridad de la ventura que nos es concedida y los aromas que llenan los vacíos. No es difícil bajo un firmamento estrellado y abiertos los brazos descubrir lo sencillo de alzar la vista y tener un sueño para que cielo, mar y tierra se tengan con solo estirar las manos.
Licenciado en Geografía e Historia, exfuncionario de Correos y escritor
Aliseda, una puta coja (2018)
Lluvia de cenizas (2021)
Puesto a recobrar el aliento (2023)
