Hay una «nueva normalidad» que no debemos aceptar como normal. De eso ha ido la movida de estos días.
No aceptar estas «nuevas normalidades» como normales, es una de las claves de nuestro tiempo y la que decidirá su futuro. No aceptar como normal y como inevitable el deterioro del medio ambiente y el cambio climático, por ejemplo. No aceptar como normal el deterioro de la discusión política y la normalización de la mentira y el bulo. No podemos aceptar como normal que no se investigue lo ocurrido en las residencias de ancianos durante la pandemia. Necesitamos saber qué falló para que no vuelva a ocurrir. En El País un experto advierte que el virus causante de una posible nueva pandemia, probablemente saldrá del permafrost descongelado por el cambio climático. El investigador Jean-Michel Claverie: “La próxima pandemia puede venir de un virus surgido del permafrost, el suelo helado del Ártico”.
He ahí dos nuevas anormalidades ligadas íntimamente en su incubadora de normalidad letal: la climática y la sanitaria.
No podemos aceptar como normal la matanza de civiles y niños en Gaza (tampoco en Israel). No podemos aceptar como normal el fracaso de las Instituciones internacionales cuya razón de ser es evitar esos hechos.
Los que dicen que a la política hay que venir llorado de casa (y esto se ha dicho mucho estos días), apuestan fuerte por normalizar todas esas nuevas anormalidades. Entre discutir con argumentos razonables o embarrar la verdad con bulos, prefieren esto último.
Entre que la sociedad exista o que no exista (como afirmaba Thatcher) su elección es clara.
Por otra parte, la discusión sobre las anomalías sobrevenidas en la política posmoderna puede llegar a extremos bizantinos. Cuando se tira de ropaje académico para intentar poner orden en este galimatías, no se consigue mucho ni tampoco darle aire de normalidad a lo que es estrictamente anormal.
Es cierto que en muchas de estas nuevas normalidades (o sea, anormalidades) es posible detectar un hilo histórico, un “deja vu” que quien tenga un mínimo de memoria histórica puede utilizar para intentar señalar regularidades y prescribir advertencias, pero enseguida otros reclaman nuestra atención para enfocar dentro de esa regularidad un elemento totalmente novedoso e inquietante.
Un ejemplo de esto que decimos:
Ante lo espantable del monstruo generado (nada surge de la nada), algunos de los que añoran aquel falso centro extremista y neoliberal que está en el origen de muchos de nuestros problemas actuales, pasan por alto una responsabilidad clara (la de ese centro extremista que enterró demasiado rápido la socialdemocracia), y hablan (no sé si para tranquilizarse o para confundir) de populismo, polarización, y términos similares, que les permiten situarse en el plano académico de los buenos, los sensatos, y los «constitucionalistas», evitando un mayor contacto y más sincero con la realidad de los hechos: y los hechos son un desplazamiento del espectro político hacia el extremismo económico y cultural de la ultraderecha, que pretendió cerrar la Historia (que es como ponerle puertas al campo) e imponer su modelo «sin alternativa» (algo muy poco “liberal”) a partir de los años ochenta. Pero también las cloacas del Estado y la policía patriótica del “presidente que lo sabe” y del ministerio de interior de ese M. Rajoy que nadie sabe quién es. O sea, la persecución de la oposición política con métodos mafiosos. Para qué hablar del estado de nuestra justicia.
Los que pensaron que desacreditando el término «progresismo» enterraban la socialdemocracia y se quedaban ellos solo al mando del barco político y económico, o incluso ecológico, libres para el maltrato, se han equivocado. Probablemente España y su coalición de gobierno, que resiste rayos y centellas, es el ejemplo más claro del chasco producido en esa ultraderecha cerril que confiaba en seguir controlando su cortijo en régimen de monopolio y desigualdad creciente.
Parece que no, que hay alternativa. Y esa alternativa política y económica, cuando la votan los ciudadanos, hace las cosas mejor y de manera más eficaz.
Para combatir o amortiguar este falso academicismo que parece evitar mirar los hechos de frente y recurre con frecuencia a una responsabilidad compartida (que otros no vemos) en el deterioro actual, viene muy bien leer artículos y análisis como el que publica elDiario.es en un podcast: «No es polarización es guerra sucia». La importancia de los términos adecuados para describir la realidad.
En este tipo de análisis, se prescinde de jerga académica, de encuadres y regularidades históricas, y se mira cara a cara a los hechos cercanos y conocidos, describiéndolos mediante una suerte de prosa fáctica o simplemente escuchando el contenido de determinadas grabaciones. Si lo pensamos bien, hay hechos tan burdos, tan groseros, tan inaceptables, que el análisis academicista está de más, basta con señalarlos. Y casi basta con señalar a los hechos y no a las personas. Aunque a la hora de enfocar a las personas responsables de esos hechos, sí que se observa una cierta regularidad.
Si es simple y llanamente guerra sucia (la que ejerce la ultraderecha de forma coordinada en distintas partes de Europa y del mundo) no lo llamemos polarización. Es otra cosa.
Quiero decir que me parece plenamente justificada la respuesta defensiva del progresismo, reivindicado con orgullo (y no solo a nivel nacional), que estos días ha cristalizado en nuestro país. Ya era hora.
Sin retórica, sin academicismos, pero con humor, el artículo de el «gran Wyoming» en Infolibre («Déjennos en paz») hace también una muy estimable síntesis de los hechos.
1 comentario en «La nueva normalidad»
Todo es cuestión de gustos y preferencias. «Por sus palabras y obras los conoceréis». Si contrasto mis palabras y mi conducta con muchos de los que se llaman «progresistas», está claro que no quiero parecerme a ellos. Como no tengo abuela que me ensalce y sí ochenta calendarios encima, me tomo la libertad de afirmar: «Cuando me considero a mí mismo, en qué poco me tengo; cuando me comparo con ciertos políticos (mejor no digo nombres), que grande, digno y decente me siento».