El título de este artículo sonará disparatado salvo a quien haya seguido la docena de artículos publicados en La Crónica de Salamanca dedicados a probar que fray Juan de Ortega fue realmente el autor del Lazarillo de Tormes, y que es muy cierto el testimonio que nos dejó el padre José de Sigüenza, bibliotecario del Escorial, cuando escribió que se había encontrado en la celda de fray Juan el borrador de la obra de su propia mano escrito. Con toda seguridad tras su muerte en 1557.
Son abrumadores los indicios que corroboran ese testimonio como he ido mostrando durante todo ese tiempo. Sigüenza, que era un fraile jerónimo igual que fray Juan de Ortega, no estaba seguro de cuándo éste había escrito el Lazarillo y pensó igual que sus informadores de la Orden jerónima que lo había hecho de joven siendo estudiante en Salamanca. Pero en esto se equivocó, porque fray Juan lo escribió siendo ya de casi 60 años y General de los jerónimos, después de recibir el encargo del emperador de dirigir la construcción de una casa anexa al monasterio de Yuste donde Carlos V se retiró tras su abdicación y donde murió. Fray Juan fue General de la Orden de 1552 a 1555 y de 1554 son las ediciones conocidas de la novela, cuya primera edición, perdida, seguramente fue del año anterior.
Que el autor del Lazarillo era un hombre de edad lo deja ver él mismo en la obra describiendo sus rasgos físicos en el momento en que la escribe. El jarrazo que el ciego propina al niño cuando le bebía el vino le deja sin dientes, sin los cuales hasta hoy día me quedé. Y los repelones en el colodrillo que le daba acaban haciendo que desaparezcan aquellos pocos cabellos que tenía. Es como si viéramos al viejo monje tonsurado con su boca despoblada y su calva corona.
Su condición de religioso la deja también ver en algunos momentos en que la narración adquiere el tono de un sermón y en un pasaje muy revelador, cuando el niño entra en la iglesia con el escudero y dice: muy devotamente le vi oír misa y los otros oficios divinos. Si están los dos juntos, ¿por qué Lázaro dice le vi oír y no oímos misa? Probablemente porque fray Juan de Ortega, acostumbrado a oficiar él mismo la misa, siempre veía a todo el mundo oírla.
El encargo del emperador lo explica todo porque Carlos V querría saber de la vida de este religioso a quien iba a encomendar la responsabilidad de hacerle su último refugio en la Tierra, si fray Juan era un buen cristiano y vasallo en quien se podía confiar. Y no faltaría quien le recordara, allá en Bruselas donde estaba, que fray Juan de Ortega había años atrás renunciado a un obispado que el mismo emperador le había dado.
Fue en 1538 cuando Carlos V le nombró obispo de Chiapas, el primer obispo de esta diócesis recién creada en Nueva España, el actual México. Era el emperador el que nombraba obispos en América, aunque el Papa tenía que ratificarlos. Para un simple fraile ser nombrado obispo era un gran ascenso social. Es curioso cómo acaba el Lazarillo, con el protagonista recordando que cuando Carlos V celebró Cortes en Toledo, el mismo año de 1538, él estaba entonces: en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna. Y dice esto después de que el lector sospeche que es un marido cornudo porque su esposa es la concubina del arcipreste de San Salvador.
Todo esto está escrito en sentido figurado, igual que el final de Lázaro de Tormes como pregonero, oficio que era comparado en la época al cantor de coro, lo que era fray Juan de Ortega, un cantor de los oficios divinos en su monasterio de Alba de Tormes. En el prólogo de la novela un personaje identificado solo como Vuestra Merced le pide a Lázaro que le escriba sobre cierto caso de su vida. Es fray Juan de Ortega quien se pone el disfraz de Lázaro de Tormes para contar de manera alegórica que él también tuvo una vida de penurias que le llevaría a tener que renunciar a su obispado, a su esposa, porque para un obispo su iglesia es su esposa.
En los archivos se conservan los documentos que prueban cómo fray Juan de Ortega aceptó el nombramiento pese a su mala salud, lo que él llama sus indisposiciones. Durante meses va haciendo los preparativos para dirigirse a Sevilla y zarpar, pero nunca llegó a cruzar el Atlántico. Año y medio después de su nombramiento comunica su renuncia al obispado por sus dolencias. La travesía del océano debía exigir una buena salud y él no se debía ver con fuerzas.
Casi quince años después de este episodio trascendental en su vida es nombrado General de los jerónimos y es cuando se produce el encargo de la casa de Yuste para el emperador. Parece natural que su pasado fuera revisado. El Vuestra Merced de la novela debía ser alguien cercano al emperador y lo que hace fray Juan de Ortega transfigurado en Lázaro de Tormes es decir que él sigue amando a su mujer y que no le importa compartirla con otros, porque durante esos años Carlos V, disfrazado de arcipreste de San Salvador, ha dado el obispado de Chiapas a otros, entre ellos al célebre defensor de los indios, fray Bartolomé de las Casas.
La fama de Bartolomé de las Casas es posible que tenga mucho que ver en que fray Juan justificara su conducta y dijera que él seguía unido a la iglesia de Chiapas, que tuvo que renunciar a ella pero que nunca la había olvidado. Bartolomé de las Casas tuvo sus defensores en la corte pero también sus enemigos que le reprochaban sus ataques contra los españoles que tenían encomiendas de indios, españoles a quienes negaba la confesión si no los liberaban. El sí fue a Chiapas y tomó posesión del obispado, pero volvió a España para defender mejor a los indios ante el Consejo Real. Este abandono de su iglesia llevó a un destacado misionero como fray Toribio de Benavente a acusar a Bartolomé de las Casas de apostasía por renunciar a su esposa.
La evangelización del Nuevo Mundo era una tarea prioritaria que debemos comprender en la dinámica de la época, en la que el catolicismo luchaba contra el cisma protestante. Solo teniendo en cuenta el contexto histórico podemos comprender por qué fray Juan se vio en la necesidad de justificarse, de decir que él no había apostasiado sino que su mala salud le llevó a la renuncia del obispado. Para él hablar sobre sí mismo faltaba a la humildad, virtud principal de un religioso. Es por lo que se disfrazó de Lázaro de Tormes y proyectó sus desdichas en un personaje de ficción.
Esta interpretación es la más probable para explicar el misterio que siempre ha rodeado a esta gran obra clásica. Ningún candidato a la autoría que ha sido propuesto da una respuesta tan perfecta como fray Juan de Ortega a la gran cantidad de problemas que plantea la novela. El Lazarillo le encaja como un guante.
No deja de ser curioso que ya antiguamente surgiera el rumor de que algún obispo pudiera ser el autor de la obra. El recién desaparecido académico Francisco Rico, uno de los mayores estudiosos de la novela, que se inclinaba en primer lugar por fray Juan como su autor, recopiló todas las candidaturas que han aparecido a lo largo de la historia, entre ellas una que surgió en Inglaterra atribuyendo la obra a un grupo de obispos españoles camino del Concilio de Trento. Un notable ejemplo de que cuando el río suena agua lleva.
Por. Antonio García Jiménez, de la Biblioteca Nacional de España