Opinión

Diccionario de camuflaje

Extrañamente los posmodernos reaccionarios se creen modernos y rompedores al dar una «batalla cultural» que finalizó hace siglos. Es como querer inventar otra vez la rueda.

Aunque la Historia tiene sus vaivenes, hay retrocesos bastante improbables. Por ejemplo, que las ruedas sean cuadradas en vez de redondas.

Ya sabemos que a estos posmodernos reaccionarios nunca les gustó la revolución francesa, pero opinamos (aunque podemos equivocarnos) que ese es un hecho histórico que no tiene vuelta atrás.

De todas formas, no pueden evitar esta forma de primitivismo, porque para ellos el poder es de origen divino, y quién sea y cómo sea Dios, o quién sea su representante en la Tierra, lo deciden ellos. Siguen con la democracia atascada en el gaznate. No la tragan.

En un artículo anterior comentaba unas declaraciones de José Mujica, expresidente de Uruguay, en las que este político afirmaba, a modo de advertencia, que «nos están cambiando el diccionario».

Argumentaba yo que ese «cambio de diccionario» al servicio del «pensamiento único» (reaccionario), al que se refería José Mujica, nos recuerda mucho a la imposición de una «neolengua» (en el sentido orwelliano del término) con una inversión de los significados aceptados comúnmente con el objetivo puesto en la confusión y al engaño. Si todo es liquido la semántica también. Incluso si todo es liquido puede que vuelva el Antiguo régimen, piensan ellos.

El primer paso por tanto en la promoción de su catecismo es dejar sin palabras al sentido común.

Los casos abundan y no hay más que fijarse como ejemplo notable (que ya hemos mencionado otras veces) en el maltrato que ha sufrido el término «libertad» a manos de los apóstoles de la motosierra. De tal manera que la «libertad» así entendida ha pasado a ser la bandera retórica de una facción extremista que práctica la intolerancia y el «absolutismo» ideológico, y no admite otras interpretaciones de la realidad ni otras opciones políticas. Su estrategia es calificarlas de «ilegítimas», sobre todo cuando resultan vencedoras en las urnas.

Dichos apóstoles no dan para metáforas más sofisticadas, de manera que identifican la libertad que predican con este instrumento violento y potencialmente mortífero, la motosierra. Su «revolución» teórica y práctica sería algo muy parecido a una película gore, llena de vísceras y sangre salpicando por todas partes. La verdad es que es una manera un tanto extraña de promocionar la libertad.

Quizás se trate de una nueva hornada de políticos cuya educación sentimental (ya que otra educación humanista no se les intuye) se ha fraguado en las películas de serie B.

Por el mismo motivo hay que ponerse a temblar cuando determinados personajes más sofisticados y bien situados en el escalafón del poder, tirando de esta «neolengua» utilizan el término «reforma», porque sabemos que en su «nuevo diccionario» de camuflaje, este término solo significa una cosa: recortes y pérdida de derechos. Es decir que si antiguamente el término «reforma» nos sonaba a progreso y «mejora», ahora, posmodernamente y con el «nuevo diccionario», este término nos suena a retroceso y a «ir a peor». Y así entra dentro de la «nueva normalidad» que la generación siguiente viva peor que la anterior en cumplimiento del programa neoliberal. Un giro histórico y semántico de ciento ochenta grados que vincula a estos creadores de la neo-lengua con los apóstoles de la motosierra.

Es así como el extremo centro se se fusiona cada vez más con la extrema derecha a través de un nuevo idioma y un nuevo diccionario.

Evidentemente la imposición de una «nueva normalidad» tan anormal solo puede hacerse «a la fuerza», con resultados casi siempre desastrosos. Lo vimos con el ‘austericidio». Cuando algunos reconocieron el error (por ejemplo, Ángela Merkel) el daño ya estaba hecho.

Ahora se han empeñado en retrasar la edad de jubilación, con el resultado (por ejemplo, en España) de un aumento extraordinario y nunca visto de las bajas laborales. Es como si actuaran a tontas y a locas, arrastrados por su nuevo diccionario y sin medir las consecuencias.

En Francia los ciudadanos (depositarios del sentido común) se han resistido bastante y de ahí el declive político de Macron.

Tenemos por tanto a los académicos de la neo-lengua haciendo buenas migas con esa ultraderecha anticristiana y burda que ha optado definitivamente por una «posición amoral, despiadada, y mentirosa», y que ha tomado como guía espiritual de su batalla cultural a Donald Trump.

Que Trump sea su guía espiritual lo dice todo sobre la catadura de sus objetivos.

Al utilizar a modo de camuflaje el término «reforma», estos «tecnócratas» (que son los mismos expertos que promocionaron el fracasado austericidio) nos dan gato por liebre (una vez más), haciendo más fácil el timo. Obtienen un empeoramiento de las condiciones de vida, un saqueo y deterioro de los servicios públicos, envuelto en la retórica de los avances, y un retroceso que pasa de contrabando con la etiqueta de progreso. Tan fácil como crear una etiqueta falsa o invertir el sentido de las palabras.

Y lo mismo ocurre cuando se utiliza el término «competencia» en el contexto de una globalización en la que el objetivo no es detectar los problemas comunes, globales, y ecológicos, para cooperar, coordinarnos, y salvarnos juntos (única salvación posible en estos momentos históricos, más allá de la salvación vip y exclusiva que pretende una minoría adinerada viajando a otros planetas), sino que lo que nos imponen a la fuerza es competir más y más agresivamente que los demás en un contexto de competencia «feroz» (que viene de «fieras») en un caos universal inspirado por el lema «sálvese quien pueda», promovido por aquellos que, si no han entendido nunca el planeta que pisan menos van a entender aquellos otros mundos a los que aspiran a emigrar para salvarse ellos solos.

Podría y debería haberse interpretado que la «competencia» beneficiosa para todos sería aquella que compitiera en derechos humanos, en conquistas laborales, en tolerancia, en democracia, en avances científicos, o en logros ecológicos, esforzándose los países en ser los mejores y más «competitivos» en esa «competición» positiva y saludable, pero lo que observamos es justo lo contrario: la «competencia» entre países y bloques estratégicos que tienen en mente estos apóstoles del caos, y a la que se refieren como algo a lo que debemos aspirar, y que nosotros ya asumimos con pasividad borrega, es la que se basa en la mayor ferocidad posible en el maltrato laboral (los más «competitivos» serían en último término los esclavos, que será el paso siguiente al actual estado de precarios). También compiten entre ellos en la mayor eficacia en el saqueo de los servicios públicos, en las mayores facilidades para la corrupción (desregulando la trampa y el fraude) y la desigualdad económica, y en el mayor presupuesto para las armas.

Este es el nuevo-viejo diccionario y el único ideario con el que se manejan las nuevas autoridades europeas (que de nuevas tienen poco), en cuyo orden de prioridades la guerra y las armas empiezan a ocupar el lugar principal, mientras que la conservación del planeta sobre el que se desarrollan todos estos dramas, ha decaído no solo en su urgencia vital sino incluso en su prioridad estratégica.

Conclusión: siguen sin entender el mensaje.

Pero ya no es solo el mensaje de sus ciudadanos el que no entienden, sino que ahora tampoco entienden el mensaje del planeta que pisan.

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