Opinión

¿Para dónde tirar?

concentracion sanitarios ante sede junta ical
La concentración de sanitarios ante la sede de la Consejería de Sanidad. (Ical)

Los griegos clásicos, que casi siempre tenían razón, acertaban cuando dijeron que en el término medio está la virtud. Y esto fue cierto hasta que apareció en Occidente el «extremo centro», un formato de camuflaje de la extrema derecha económica, o sea, de la extrema derecha neoliberal.

Y es que todo camuflaje solo es funcional mientras es capaz de ocultar lo que esconde. Hoy en día, tras la estafa financiera de 2008 y el saqueo asociado de los servicios públicos, la máscara del «extremo centro», que desplazó el dial del espectro político desde el «centro» moderado y socialdemócrata hacia la ultraderecha neoliberal, no engaña a casi nadie.

Por lo mismo, muchos saben y reconocen ya que lo que recibe la etiqueta oficial de «extrema izquierda” desde el establishment neoliberal, corresponde en realidad a la tibia y modosa socialdemocracia de nuestros padres.

No es una apuesta por el extremismo, sino una apuesta razonable y pragmática por la recuperación de lo sustraído bajo el imperio del «extremo centro» neoliberal.

Esto es lo que describe y explica muy bien Azahara Palomeque en su artículo para el diario El País, titulado «La extrema izquierda no existe”, que sirve para reubicar ese “centro” donde se ubicaba en otro tiempo no tan lejano (pero también en el nuestro) la virtud y la moderación a la que aspiraban los griegos clásicos.

Si una de las preguntas claves del momento es ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?, y de ahí la reflexión sobre la responsabilidad del “extremo centro”, la otra, necesaria y obligada, es ¿Para dónde tirar? Y esto en el supuesto de que todavía nos hagamos preguntas, porque puede ocurrir que ni siquiera no las hagamos ya, perfectamente adaptados e incorporados al paisaje de «lo dado”. Seremos entonces de aquellos en los que el mensaje de que «no hay alternativa», ha calado profundo y ha echado raíces.

En realidad, es la posibilidad normalizada de ese «mensaje» (tanto la posibilidad de su enunciación como la posibilidad de su aceptación) lo que convierte a nuestra época en disparatada y truculenta.

Paradójicamente los profetas de la sociedad abierta decretaron poco después la Historia cerrada y el pensamiento único y sin alternativa.

No es necesario decir que entre una y otra posible respuesta a las cuestiones principales sobre la crisis, se necesita una reflexión lúcida y certera que averigüe las causas de esa crisis. O de las crisis, en plural.

Y como la experiencia nos ha demostrado que el criterio de los expertos tecnócratas no siempre es fiable (el ejemplo de las «agencias de calificación» en la estafa financiera de 2008 lo demuestra, así como los mensajes de tranquilidad de los expertos en los prolegómenos de la pandemia COVID), pues cada cual se va formando su propia opinión alternativa, por si acaso la que ofrece el establishment neoliberal no es la correcta.

Parece evidente que estas reflexiones sobre la «crisis» se suceden hoy desde distintas perspectivas y puntos de vista, y son numerosas, pero siempre coincidiendo en cierta necesidad urgente, como quién siente que: ¡Hay que hacer algo! ¡Así no podemos seguir!

Por lo pronto hay que decir que las soluciones ya ensayadas en las últimas décadas, fracasadas en múltiples frentes (el económico, el social, el político, y el ambiental o ecológico), concurren a este juego de opciones en clara desventaja: lo suyo ya ha sido probado machaconamente y ha fracasado con la misma insistencia con que se ha vuelto a intentar.

Ha quedado demostrado que ese pensamiento que se quería «único», que se decía «sin alternativa», era no solo inexacto sino nocivo. El neoliberalismo, la desregulación, el austericidio, quedan por tanto descartados como opciones de futuro.

El neoliberalismo no era la «solución», era y sigue siendo el «problema», como bien demostraron la susodicha estafa financiera de 2008 y la pandemia COVID, que nos pilló bajo los efectos del “austericidio”, protegiendo a nuestros sanitarios con sacos de patatas y sacrificando y dejando fuera de cobertura a los ancianos de las residencias.

Y volverá a ocurrir si viene otra pandemia, porque el paradigma no ha cambiado.

Pero lo cierto es que a pesar de esa evidencia empírica y de su reconocimiento público, incluso desde altas esferas del poder, como cuando la canciller alemana Ángela Merkel reconoció que el modelo era un pufo y el austericidio había sido contraproducente (tan contraproducente como la estafa financiera que lo provocó), muchos ciudadanos tenemos la impresión de que el catecismo neoliberal sigue en pie, y nuestros mandatarios anquilosados en el pensamiento único no han cambiado de actitud, quizás porque siguen sujetos sin remedio a las imposiciones de la plutocracia, de tal manera que la vieja práctica de la democracia se les ha vuelto antipática, y utilizan todos los subterfugios posibles para que se quede en mera apariencia vaciada de sustancia. Y el concepto «sustancia» abarca aquí desde la vivienda hasta la sanidad.

Tampoco trabajan ya por los equilibrios sociales ni tampoco (salvo una escasa minoría) por los objetivos de la socialdemocracia. Solo creen en las puertas giratorias y en la manipulación de la justicia. Y en el «laissez faire» y en el «sálvese quien pueda» que siendo el lema oficial de la globalización en marcha, convierte a esta en una globalización extraña e indeseable.

No tiene sentido ni futuro ninguna globalización que no tenga como fundamento y objetivo la «cooperación». Y lo que vemos es justo lo contrario: que la globalización en curso tiene como fundamento y objetivo la competencia feroz y el sálvese quien pueda. De manera que no debe extrañarnos que las guerras y la llamada a gastar más dinero público en armas, estén a la orden del día y sea la prioridad número uno.

Por tanto, por ahí no vendrán las soluciones, que hay que buscar en ámbitos de pensamiento diferente y con una orientación muy distinta.

Una estafa financiera (la de 2008) que no la pagan los estafadores, sino las víctimas de esa estafa, es prueba suficiente del fracaso de un modelo, no solo desde el punto de vista técnico, sino desde una perspectiva ética. Motivo suficiente para indignarse y generar un malestar que aún persiste, entre otras cosas porque aún persisten las consecuencias y el pago injusto de esa factura, a cargo del dinero público y de los servicios públicos.

Que el tiempo medio de espera para que un paciente sea valorado por su médico de cabecera sea de 10 días no es casual, y es indicativo de la brutalidad del saqueo padecido por nuestros servicios públicos.

El caso de los interinos de los servicios públicos, un ejemplo claro de estafa y explotación laboral, aplicando las malas artes de la doctrina neoliberal contagiadas al ámbito administrativo de lo público, demuestra igualmente que nuestros sindicatos no funcionan, que no están al servicio de los trabajadores, sino que dependen de poderes que no tienen ningún interés en los derechos laborales.

Por otra parte, y sin salirnos de este tema, la confrontación permanente, inacabada, rebelde, de los tribunales españoles contra los tribunales prevalentes de Europa sobre este tema de los trabajadores interinos estafados, nos confirman que esa actuación anómala de dos poderes que aparentemente no tienen nada que ver (el sindical y el judicial), pero que coinciden ambos en disculpar y dar por buena esa estafa, arranca de un sustrato común.

Y ese es el sustrato viciado que hay que denunciar para cambiarlo y reformarlo.

Por ahí debe ir la «regeneración» a la que se aspira.

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