He sostenido en más de una ocasión que los símbolos no son inocentes. Algo por otra parte evidente. Y puse como ejemplo la monarquía, interpretada como símbolo que induce a la servidumbre y a la aceptación aprendida de la desigualdad ante la Ley.
Estos días hemos vuelto a considerar, merced a las noticias en prensa, el poder tóxico de este símbolo, confirmado por el hecho de que se utilizase dinero público para «comprar silencios» en relación con la vida amatoria del rey demérito, que siendo privada no debería implicar una mordida (y no pequeña) en el presupuesto público.
¿Puede haber un tema más intrascendente, con menos impacto en el bienestar público, y menos merecedor de financiación con el dinero de todos?
Comprar silencios de este tipo con un dinero con el que se podría contratar sanitarios y educadores y sin más objeto que proteger y no empañar la imagen de la monarquía (por eso de que es de origen divino), no solo es absurdo sino obsceno. Es decir, que aquí la obscenidad procede del mal uso del dinero público (para el que no hay ni pizca de vergüenza) y no precisamente de los lances amorosos del monarca (para los que sobra hipocresía institucional).
Si tal situación pudo darse es porque en las altas instancias del poder, empezando por la monarquía, donde reina el privilegio y no el espíritu democrático, no se aplica la igualdad ante la Ley ni la «austeridad», que sin embargo sí se aplica sin contemplaciones y de manera estricta al común de los ciudadanos, sino que más bien se roba a manos llenas dinero de todos incluso para fines tan espurios como ocultar las aventuras amorosas del rey demérito.
Es así como un símbolo, la monarquía, que nos venden como positivo y unificador, es en realidad tóxico y disolvente y nos lleva a la aceptación servil de la mentira, el robo, y la desigualdad ante la Ley. O sea, a la aceptación aprendida de nuestra condición de siervos.
No es necesario explicar que la condición de siervos es muy distinta de la condición de ciudadanos con poder soberano e iguales ante la Ley.
En un mensaje de la red social x (antiguo Twitter), Juan José Millas lo comentaba así: «Llevo unos días sin leer la prensa y no me he enterado bien. ¿Es cierto que una amante de Juan Carlos I de España recibió 600 millones de pesetas, presuntamente, de dinero público? ¿Se ha puesto la Zarzuela en contacto con Hacienda para estudiar el modo de devolverlos?».
A su vez el articulista Manuel Jabois comentaba los hechos en un artículo en El País trufado de esperpento y humor gallego, a partes iguales: «Bárbara Rey, Juan Carlos I y una serie de televisión fallida: el detonante de unas fotos prohibidas» elpais.com/espana/2024-09… vía @el_pais
Una descripción profusa de detalles cutres (y también contables) que nos convencen del esperpento que oculta con excesiva frecuencia nuestro poder más empinado y elitista, y consecuentemente de la vigencia de figuras como Valle-Inclán. Aquel esperpento de entonces sigue hoy muy vivo entre nosotros, renovado y fortalecido a partir de símbolos e instituciones que se mantienen en sus trece y en sus privilegios, y que lo generan con suma facilidad, caso de la monarquía.
Y es que es lógico que los ciudadanos que aún no hemos asimilado del todo las lecciones de servidumbre que desde el poder monárquico y sus medios afines nos prodigan, nos dé por pensar que con ese dinero público, tan mal empleado, se podrían haber financiado una sanidad y una educación pública más eficaces y mejor dotadas, siendo evidente para todos que nuestros servicios públicos van de mal en peor por falta de financiación y por exceso de «austericidio».