Opinión

Instituciones y personas

Juan Carlos I comunica al rey Felipe VI que se marcha de España.
Juan Carlos I. (Archivo)

En la relación problemática de las instituciones con las personas que las representan, hay quienes opinan (y están en su derecho) que determinadas instituciones están «por encima» de las personas que las encarnan en un momento dado (momento que puede ser largo o incluso vitalicio), argumentando o apuntando a su origen divino.

Es una postura minoritaria, por irracional, pero aún se da.

Otros llegan a la misma conclusión sin recurrir a trascendentalismos ni a orígenes divinos, porque quieren agarrarse a algo firme y sólido, y eso lo encuentran en la «tradición». Aunque si lo pensamos bien, el concepto apriorístico de la tradición como algo seguro e indiscutible, es bastante inseguro y discutible. Las vacunas, por ejemplo, no estaban en la «tradición», y nos encontramos más seguros con ellas que sin ellas. La democracia tampoco está en nuestra tradición española, y sin embargo la mayoría preferimos que esté, al menos de ahora en adelante o en un futuro próximo.

Opinión diferente es la de los que consideran que las instituciones están por encima y sobre todo «más allá» de las personas que las representan, solo y a condición de que se cumplan determinados requisitos muy prosaicos y terrenales.

Estos requisitos imprescindibles serían, más o menos, los siguientes:

Primero: esas instituciones no son hereditarias.

Segundo: tienen un tiempo de actuación breve y sincopado (pongamos 4 años) tras el cual rinden cuentas a los usuarios y se sujetan al dictamen de los mismos mediante sufragio universal.

Tercero: están obligadas a la transparencia informativa y a la crítica abierta de los usuarios.

Cuarto: son ejemplo de sobriedad, honestidad, y buen uso del dinero público, de manera que los ciudadanos tengan en su comportamiento un ejemplo y una guía.

De todos estos requisitos, que nos hacen recordar las características fundamentales que se exigen a las instituciones democráticas, probablemente los más importantes sean el carácter no hereditario, y el carácter perecedero, revisable, y elegible de sus representantes, de manera que el que no sirva correctamente el cargo pueda ser desechado y despedido.

Ni la monarquía, ni por poner otro ejemplo cercano, el papado, cumplen esos requisitos, así que no se puede decir (porque no sería exacto) que esas instituciones están por encima de las personas que las representan, sino que sería más correcto decir que esas instituciones están secuestradas -y durante un tiempo prolongado, que puede ser el de toda una generación- por esas personas, que a menudo son unos auténticos irresponsables, impunes y que no responden ante la Ley.

En este sentido no se puede afirmar que la monarquía como institución esté por encima del rey demérito y sus despropósitos, y se salve en el último asalto con su sucesor en el cargo (hereditario), Felipe VI.

Primero porque con uno u otro al mando, no cumple ninguno de los requisitos antes mencionados. Pero también, y bajando al terreno de lo concreto, porque Felipe VI solo renunció a la herencia de su padre cuando su naturaleza poco clara (más bien oscura) fue de dominio público. No antes.

Pero fundamentalmente porque el heredero lo que hereda es una estructura de poder e influencia netamente antidemocrática que puede conducir a lo siguiente:

Pago de millones de pesetas de dinero público a una vedette para comprar su silencio… El servicio secreto español utilizando «empresas pantalla» muy rentables (o eso dicen, otros hablan de empresas públicas y fondos reservados) para sacar dinero y hacer caja (nos aclaran) con el que poder pagar silencios (¿cuántos?)… El emérito agradeciendo el silencio (¿también comprado?) de uno de los principales golpistas del 23F, amigo suyo, preceptor suyo, y secretario de su casa…

Y así toda una serie de sucesos cochambrosos que más que pena dan miedo.

El crimen incrustado en el núcleo del Estado, y el Estado convertido en un sistema mafioso.

Como decían nuestros mayores ¡Qué país!

Nos viene ahora a la memoria una frase que dijo Bárbara Rey hace ya muchos años: «No tenéis ni idea de quienes nos gobiernan».

Y es que si no otra cosa, hay que agradecer a Bárbara Rey una labor «periodística» de primer orden en el desvelamiento de la verdad, para la que muestra tantas dotes como para el chantaje ventajista.

Esa labor «periodística» tan a contrapelo, vino a suplir el vacío y la mentira fabricados por otros (cortesanos o mafiosos), instrumento imprescindible para la manipulación y el engaño.

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