Opinión

Que nada se sabe

Un grupo de migrantes del Aquarius.

Con este título, «Que nada se sabe», escribió un libro muy recomendable nuestro Francisco Sánchez, filósofo escéptico, que al parecer procedía de conversos, es decir que era de origen judío.

Los que nos negamos o no podemos, por incapacidad, ponerle cara al más allá, especulamos mucho. Soñamos despiertos, mientras despiertos estemos y soñar sea libre.

Incluso aunque seamos partidarios del método científico para todo lo que se refiere a las cosas del «más acá», muchos de nosotros, los escépticos o los agnósticos, raza proscrita en tiempos de intolerancia y fanatismo, somos conscientes de que la ciencia no lo alcanza todo.

Y es que si bien es cierto que cada día que pasa la ciencia puede un poco más, las «grandes preguntas» que como simios evolucionados y presuntuosos nos hacemos desde que tenemos uso de razón, siguen sin respuesta.

Para Borges, el paraíso soñado era una biblioteca inmensa, inacabable, y además eterna, un mar o un océano de historias interesantes que leer sin límites ni orillas. Y sin prisas, que la eternidad es lo que tiene.

Arthur Koestler, el gran humanista, antes de quitarse civilizadamente la vida, había dejado dicho que se enfrentaba a la muerte con un sentimiento «oceánico». Algo así como un mar de posibilidades, o de sueños plausibles cuyo horizonte se perdía en la lejanía y cuyo límite dejaba de existir en la eternidad sin fronteras.

Porque esa es otra: ¿Qué es la eternidad? Y si existe ¿cómo se conjuga con el juego aleatorio de las posibilidades?

En ese juego combinatorio, dado que en un tiempo eterno hay tiempo para todo ¿Hay algo que se quede fuera del bombo? ¿Hay algo que no ocurra? ¿Algo que no se dé?

Son estas reflexiones extrañas, meditabundas, o incluso errabundas, alimentadas por nuestra incapacidad de comprender y por nuestra ansia de comprenderlo todo. Y es que siendo cierto que no somos capaces de abarcar todo el universo con nuestra mirada o nuestro conocimiento, también es cierto que aspiramos a ello.

Al final nos tenemos que conformar con las capacidades limitadas que determina nuestra propia realidad biológica, o sea nuestra naturaleza animal y nuestra constitución física, nuestros sentidos y nuestro cerebro, un poco más grande que el de otros monos, capacidades algunas de ellas muy sofisticadas, como la capacidad de cálculo y las ciencias matemáticas en general.

Pero a pesar de estos límites innatos y físicos que estiramos y dilatamos con la cultura y el conocimiento acumulado por las generaciones que nos han precedido, seguimos aspirando a una especie de conocimiento universal y completo. De ahí que como humanidad creadora y con hambre de conocimiento, exploremos vías alternativas de compresión, como la música (ese lenguaje tan extraño y tan bello y que tanto toca nuestra fibra emocional), la mística, la poesía, y el arte en general.

Como ven esto del universo, del tiempo y el espacio, del mero hecho de que la realidad exista con nosotros dentro, es muy misterioso e intrigante. Por eso existen la filosofía, y las religiones, y la ciencia.

El problema de las religiones, o de algunas de ellas en concreto, es que tienen tendencia a convertirse en un instrumento de poder, y a aliarse con el poder y la riqueza, aunque tengan un origen sabio y humilde.

Vemos como algunas de ellas especulan por todo lo alto (quizás demasiado alto), y actúan por lo bajo, o incluso por lo más bajo, no siendo pocas las ocasiones en la Historia en que han sido el impulso y el motor para los crímenes más horrendos.

Pensemos en esa Inquisición que quemaba vivas a sus víctimas y sin embargo consideraba «salvajes» a los habitantes de las tierras recién descubiertas allende los océanos.

Yo diría que el «desconocimiento o la duda ilustrada» (si es que podemos decirlo así) es lo que nos puede llevar a una actitud perceptiva abierta, a una tolerancia de otras culturas y de otras formas de entender la realidad. Y, al contrario, el «desconocimiento no ilustrado y además militante», y más si se basa en la «identidad» sin fisuras, es lo que suele llevarnos a considerar que nuestra verdad es la única verdadera, y nuestra «identidad» indiscutible, la más valiosa, con «un destino en lo universal» y destinada a permanecer inalterable por los siglos de los siglos, amén.

Luego ocurre que la santa que el franquismo promocionó como santa de la «raza», la gran Teresa de Jesús, siempre sospechosa para el «oficialismo» identitario de su tiempo (la princesa de Éboli denunció ante la Inquisición su gran obra, el «Libro de la vida»), resulta ser de origen judío.

O si nos da por nombrar algunos nombres eminentes y gloriosos de la cultura española, sin los cuales está no se entiende y queda manca, tal que Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Fernando de Rojas, autor de «La Celestina», y la misma Teresa de Ávila, ya mencionada, por no mencionar en el ámbito científico a Andrés Laguna o Abraham Zacut, este último médico y astrónomo salmantino que al parecer tuvo su importancia en los viajes de Colón, todos ellos auténticas cumbres de nuestra cultura que trascienden fronteras, se da el mismo caso: son todos ellos de origen judío.

Y esto es solo una cata en ese melón de mestizaje y mezcla de razas e identidades que al parecer resultó enormemente beneficiosa y positiva para nuestra cultura, porque lo mismo que podemos hacer una lista dilatada y casi inacabable de sabios españoles judíos o de origen judío, podemos hacer otra igual de extensa de sabios españoles musulmanes o de origen árabe.

Pensemos, por poner un ejemplo, en Azarquiel (el de ojos azules), astrónomo toledano y fabricante de astrolabios, tan útiles para la navegación marítima como pueda serlo hoy un GPS. Hay un cráter lunar que lleva su nombre para honrar su memoria.

De hecho, si conocemos “Occidente” como la cultura que se fragua en la Grecia clásica y sus sabios famosos, esto se lo debemos en parte a la labor de recuperación y transmisión cultural que hicieron los árabes.

Cabe decir que el marco de la escuela de traductores de Toledo o el marco de las “tres culturas”, propició una auténtica “edad de oro”.

Pensemos en el judío toledano Yehuda Ben Moshe junto a Guillelmus Anglicus traduciendo al latín el “Tratado de la azafea” de Azarquiel (la azafea es una variedad de astrolabio). Obra que fue traducida en años posteriores al castellano por el mismo judío toledano.

Lo cual nos advierte que esto de la «identidad» tiene mucho de artificio y sobre todo de instrumento para la represión. Es una cadena que encoge y ahoga, cuando no atrofia y mata.

Así que defendamos con inteligencia y sin fanatismos la mezcla y la apertura, porque lo que no se mezcla y se mueve, perece. Además, no se pueden poner puertas al campo, y menos en un mundo bastante más globalizado e interconectado que el mundo antiguo, que a pesar de ser “antiguo” ya dio estas muestras humanas y “humanistas” de apertura y cosmopolitismo, o sea de curiosidad.

Si ya andábamos mezclados en tiempos de sapiens y neandertales, cuando éramos tan pocos sobre la Tierra y tan difícil coger un avión, ya me dirán ustedes después.

Solo nos falta que ahora venga algún estudioso (un científico genético o un forense, o todo un equipo interdisciplinar) y nos diga basándose en un estudio del DNA, coherente con hipótesis históricas previas, que Cristóbal Colón, ese héroe de la hispanidad, también era de origen judío. ¿Y Cervantes?

Apaga y vámonos…

Quiero decir que los “identitarios» ultramontanos, nacionalistas cerrados, xenófobos, y racistas, los del “contubernio judeo-masónico” que aún siguen vegetando en la estela del franquismo más rancio, lo tienen crudo.

Así no hay identidad que resista y se corre el riesgo muy cierto de que se disipe, de una vez por todas, la fábula nebulosa de los «identitarios», que viene de «identidad», o sea de «uniformidad», o sea de represión y falta de libertad.

Y aunque este tipo de investigaciones genéticas han sido criticadas por algunos porque parece que hacen depender demasiadas cosas de los genes, a muchos otros curiosos ni les ofuscan ni les confunden, sino que muy al contrario las consideran útiles para comprender un poco mejor la realidad.

Y sobre todo si nos ayudan a ser más tolerantes, más “humanos” y abiertos (que falta nos hace a todos), mejor que mejor.

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