No debemos confundir el ruido y la distorsión sonora con el eco, un fenómeno de mayor fidelidad acústica y con más contenido informativo.
Este fenómeno natural puede servirnos como metáfora para un análisis político que nos permita enfocar, dentro del ruido difuso, lo concreto y significante.
Por ejemplo, hay quien admira a Maquiavelo y hay quien admira a Donald Trump. Son admiraciones legítimas que al mismo tiempo nos lanzan un mensaje claro, aunque de forma indirecta. Como el eco. O si lo prefieren expresar de otra forma: hay admiraciones que son una auténtica declaración de intenciones.
Podríamos hablar así de un efecto de eco o de rebote, a través del cual, el admirador (el eco) arrastra resonancias de la voz original (el admirado). El ciudadano atento lo percibe y saca conclusiones, en este caso políticas. Ahora bien, de esos ciudadanos atentos y consecuentes, ya quedan pocos.
Donald Trump, como todos sabemos, es un delincuente múltiple y poco complejo que admiran de forma entusiasta Ayuso y Abascal (la sencillez de los valores), y en cuyo espejo turbio aspiran a construir su reflejo prístino (aquí lo de los valores sencillos se complica un poco).
El espejo en que nos miramos no engaña. Como tampoco engaña el modelo que tomamos como ejemplo de lo que aspiramos a ser en la vida. Y esto vale también para la vida política.
Podemos hacer un cálculo aproximado: el número de nuestros «trumpianos» nacionales es directamente proporcional al número de los seguidores entusiastas de Ayuso y Abascal juntos (no se diferencian en nada), dato este que nos informa fielmente sobre la calidad de nuestro ecosistema político, y nos concede una pista sobre nuestro futuro contingente, si no recobramos la senda de la cordura.
Podemos describir al «trumpiano» como aquel sujeto que en un momento dado (por ejemplo después de comerse una hamburguesa) no le importaría asaltar un Capitolio o dar un golpe de Estado, encasquetado para mayor lucimiento en unos cuernos de bisonte.
En su intervención ante el Tribunal que le ha juzgado, y ensayando el victimismo escénico (algo que se le da muy bien también a Ayuso), Donald Trump dijo sobre su caso: «Nunca había sucedido algo así en nuestro país…».
Y en parte tiene razón, porque no debe ser muy frecuente que un sujeto condenado como delincuente múltiple, sea al mismo tiempo elegido como presidente de su país, USA.
Un síntoma claro del deterioro que estamos viviendo, y que nos amenaza con un mundo desmoralizado y regido por delincuentes, que además de negar el cambio climático, tienen por costumbre mentir y asaltar Capitolios.
Trump tiene antecedentes penales a partir de ahora y no puede poseer un arma, con lo cual aquello con lo que soñaba de poder disparar a alguien en la calle si se le antojaba y sin que aquello tuviera consecuencias, se le complica.
Y luego hay ecos que son ecos de ecos, en función del número de mentes planas y huecas en las que rebota la voz original. Y no estamos hablando solo de pinganillos madrileños.
Así cuando Ayuso se hace eco y rinde homenaje a Milei, o concede medallas honoríficas a este turbio personaje (que entre otras cosas ha justificado la dictadura militar argentina y sus asesinatos), está haciéndose eco y rindiendo homenaje indirectamente a Donald Trump, modelo que inspira un auténtico fervor religioso y psicodélico al argentino. Aunque Ayuso también ha expresado esa admiración por el kapo americano directamente y sin necesidad de intermediarios. Otro tanto puede decirse de Abascal.
Si Ayuso admira y aspira a imitar a Milei, y Milei admira y aspira a imitar a Donald Trump, podemos concluir que ambos son admiradores y aspirantes a imitar a Donald Trump. El círculo se cierra de forma endogámica porque Donald Trump solo se admira a si mismo. Como delincuente atrabiliario, tiene mucho de niño mal educado y abusón, que considera a sus admiradores, en lo más íntimo, como tontos del capirote.
El vértice por tanto de esa fraternidad oscura y necia de la ultraderecha occidental y posmoderna (aunque solo sea por rango político y precedencia histórica), es sin duda Donald Trump, la novedad política del momento, y conocido desde hace tiempo por sus delitos de diversa factura (incluido el golpismo).
Política y delito vuelven a unirse como en los tiempos del fascismo clásico.
Estamos por tanto ante un delincuente de alto rango, tramposo conocido, golpista en ciernes, y con alto poder financiero, que se ha hecho con el poder político y la impunidad (de propina) a través de las urnas, y al que le ha sido de gran ayuda no solo el respaldo financiero de otros plutócratas descontrolados, sino también y especialmente la manipulación a través de los medios.
Aquí de nuevo nos encontramos con una actualización del fascismo clásico inspirada en el precedente Goebbels y potenciada ahora por las nuevas tecnologías, incluida la inteligencia artificial.
Por otro lado y colaborando con este movimiento impulsado desde arriba, nos encontramos ante unos políticos subalternos (cada nación carga con los suyos) que no solo declaran su admiración por este personaje sórdido, Donald Trump, delincuente condenado, sino que aspiran a imitarle, caso de Ayuso, Milei, o Abascal. Que ya copiaron mucho del discurso delirante y paranoico de Trump durante la pandemia, y que hoy le siguen rindiendo pleitesía, probablemente porque ninguno ha seguido al pie de la letra el consejo de su maestro durante aquella crisis sanitaria: inyectarse lejía en vena.
Lo concreto de la condición delictiva y poco recomendable de aquel se une a la trasparencia de la admiración de estos otros. Debe ser este uno de los pocos casos en la historia política en que la admiración por un delincuente conocido no se oculta y se declara abiertamente como parte fundamental del propio programa político.
Todos estos hechos son visibles y resultan transparentes al conjunto de los ciudadanos, de manera que ni siquiera la ignorancia puede ser aducida en este caso como excusa.
Y esto nos lleva a pensar que sí mantuviéramos en nuestros días algo del orgullo, el amor propio, y la sensatez de nuestros mayores, una imitación como esta, tan servil, de un modelo tan infame, nos resultaría no solo inexplicable sino también vomitiva.
Pero vivimos tiempos de pérdidas, sustracciones, y retrocesos, y también de contagio fácil, en los que lo que se contagia a mayor velocidad no es la reflexión y la prudencia -que requieren su tiempo- sino la irracionalidad, el espectáculo morboso, y la atracción del abismo.