[dropcap]A[/dropcap]ctualmente se habla mucho de populismo en relación con los partidos políticos, y a tales efectos conviene recordar que ese término se remonta nada menos que a la República Romana, un siglo antes de nuestra Era. Porque fue por entonces cuando se produjo el enfrentamiento entre dos facciones políticas: por un lado los populares, es decir, el pueblo llano, de los plebeyos; y por otro, los optimates, los mejores, la clase aristocrática deseosa de limitar el poder de los asambleísmos populares, y de aumentar el del Senado, integrado por los patricios.
Las políticas popularis que impulsaron los dos hermanos Graco, Tiberio y Cayo, a partir del año 133 a.C., iban en la dirección de redistribuir la riqueza y aumentar el censo electoral; con leyes como la de la reforma agraria, y de ampliación de la ciudadanía romana. A lo cual se negaron, violentamente, los optimates; con toda una serie de enfrentamientos que culminarían en la guerra civil, entre popular Mario y el optimate Sila, en los años 83 y 82 a.C., lo que llevó a la dictadura patricia de Sila durante los años 81 a 79. Luego quedó abierta la fase de los triunviratos en la década de la democracia de la República en la senda al autocrático Imperio.
En la era moderna, hubo que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX para ver el resurgir del término populista, con la creación, en 1891, del Partido del Pueblo en EE.UU., el People’s Party; conformado mayoritariamente por granjeros del Oeste, opuestos al patrón oro, porque el tipo de cambio del dólar fuerte hacía difícil las exportaciones, lo que hizo cundir el descontento por la caída de los precios agropecuarios. En tanto que subían los precios de los insumos de los agricultores, por las altas tarifas de las compañías ferroviarias para el transporte de cereales y ganado, y también por los aranceles de aduanas.
Por todo ello, en su programa, redactado por Ignatius Donnelly, el Partido del Pueblo propuso, entre otras medidas, la elección directa de los senadores, leyes contra los grandes terratenientes extranjeros, y el control nacional de los ferrocarriles. Sorprendentemente era una política similar a la defendida por los populares romanos, con la protesta de los más pequeños contra el orden económico vigente dominado ya en esa fase de la historia de EE.UU. por los Robber Barons, los trusts de los Rockefeller, Vanderbilt, Morgan, etc.
[pull_quote_left]El problema principal del populismo es el de su simplicidad. Algo que ya advirtió el filósofo inglés David Hume (1711-1776), al manifestar que en la base de la mayoría de los razonamientos equivocados está precisamente la muy humana inclinación de simplificar[/pull_quote_left]Hoy en día, ya adentrados en el siglo XXI, el problema principal del populismo es el de su simplicidad. Algo que ya advirtió el filósofo inglés David Hume (1711-1776), al manifestar que en la base de la mayoría de los razonamientos equivocados está precisamente la muy humana inclinación de simplificar; haciendo del populismo un caso de perversión simplificadora en la comprensión de lo social y lo político. De modo que, si bien en la crítica populista puede haber no poco de verdad, su virtualidad se desvanece a la hora del análisis y de las soluciones; con el desdén típico de quienes se consideran moral e intelectualmente superiores, al recibir el apoyo popular que busca planteamientos poco realistas, y resoluciones rápidas y a la postre imposibles.
Y si el populismo viene de lejos, lo mismo sucede con la lucha contra el mismo, según pudo apreciarse en los siglos XVIII y XIX, en la figura de Edmund Burke, un escritor y político inglés acomodado (1729/1797), de origen irlandés, que defendió posiciones políticas moderadas al ver lo ocurrido en la etapa del terror de la Revolución Francesa.
Eso llevó a Burke a desarrollar, en una serie de libros e intervenciones parlamentarias, las nociones esenciales del conservadurismo contemporáneo junto con la defensa del statu quo: la política debería ejercerse no por la vía de la pasión, sino mediante la razón, sin ignorar los sentimientos humanos y algunos apegos irracionales; como la religión y la monarquía, así como las ceremonias asociadas a ellas, por ser elementos que los ciudadanos aprecian y necesitan como aglomerante social.
En definitiva, Burke venía a decir que mejor era olvidarse de revoluciones, y limitarse a cambiar aquí y allá lo que no funcionara bien, dejando que en lo sustancial la sociedad evolucionara sin perder sus tradiciones y costumbres. Por ello se ha comentado que el insigne ensayista inglés estaba en el mayor de los optimismos; convencido de que la humanidad puede encontrar la justicia si así se lo propone, con cambios según la mejor razón.
[pull_quote_left]Ante los problemas de la democracia, el populismo a menudo toma los síntomas por causas y de forma reduccionista, atribuye la culpa de todo a sus enemigos, que con frecuencia no son los verdaderos autores de tantos males; entendiendo por tal la élite, el neoliberalismo, el capitalismo, la economía de mercado, o el sistema en su conjunto.[/pull_quote_left]Según Ramón González Férriz, editor de la revista Letras Libres, las ideas de Burke sobre la sociedad resultan muy conservadoras, hasta el punto de que están superadas por buena parte de la derecha, que cree que la política no debe tener tanta relación con los sentimientos y las pasiones; de modo que cuestiones que antes se consideraban progresistas –como el divorcio, los anticonceptivos, el matrimonio homosexual, o el aborto—, hoy no tienen ya la oposición de la mayoría de los conservadores. Y en sentido inverso, las nociones tradicionalmente, defendidas por los conservadores, como el respeto a la propiedad privada, la competencia en el mercado, o los esfuerzos por limitar la inflación, han pasado a ser mayoritarias en la izquierda.
Y en la idea de afinar nuestro concepto de populismo, a continuación va un extracto del texto que me facilitó Joaquín Leguina, de un ensayo que está escribiendo al respecto:
- Populista es –a mi juicio- quien habla como si él encarnara al pueblo. Por tanto, la primera característica del populista es la de ser un suplantador, pues el pueblo, es decir, la ciudadanía, es plural y variada y cuando el pueblo actúa de forma homogénea y unánime, la mayor parte de las veces se convierte en populacho, en masa, en chusma.
- La segunda característica del populista es la de ofrecer soluciones sencillas a problemas complejos. Hay una expresión española que lo refleja bien: “Esto lo arreglo yo en un plis-plas”. Es ésta la característica que mejor define al demagogo.
- Así pues, el populista es un suplantador y un demagogo. ¿Pero no se expresan así todos los políticos? En buena parte, sí, pero en esto del populismo –como en todo- hay grados.
Por lo demás, el populismo, que casi siempre se asocia al izquierdismo social de una u otra manera, ya no hay la tajante división izquierda/derecha de antes. Y en ese sentido, los populistas se expresan con frecuencia con un cierto desdén sobre las proclamas de derecha e izquierda.
Lo que en cualquier caso está claro, es que ante los problemas de la democracia, el populismo a menudo toma los síntomas por causas y de forma reduccionista, atribuye la culpa de todo a sus enemigos, que con frecuencia no son los verdaderos autores de tantos males; entendiendo por tal la élite, el neoliberalismo, el capitalismo, la economía de mercado, o el sistema en su conjunto. Lo que facilita la adhesión de una gran parte de la ciudadanía que no se para en más análisis de causas y remedios.
En definitiva, esas son algunas características del populismo, y no me extrañaría nada que tuviéramos que volver al tema por las muchas referencias que a él se hacen en los últimos tiempos, especialmente cuando se analiza la realidad política de la España actual.
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