[dropcap]L[/dropcap]a segunda vez que estuve en Minglanilla fue acompañado por mi compañero de carrera Ramón Bonache, que se la había costeado vendiendo minerales, y que me convenció para que le enseñase el lugar donde se encontraban aquellos grandes cristales y agrupaciones de ARAGONITO.
Y allá nos fuimos, en un «600» que había alquilado. Después de recoger, en el punto que yo conocía del año anterior, una aceptable cantidad de buenos ejemplares, decidimos bajar al fondo del embudo, donde no había estado. En el borde de la amplia plataforma, en cuyo centro había una caseta que solo conservaba las paredes, en la salida de un angosto barranco de paredes arcillosas muy inclinadas estaba el sumidero donde se sumergían las aguas. Tendría unos 4 o 5 m de diámetro y era un pozo vertical.
Al otro lado del barranco afloraba la SAL GEMA. Para llegar a ella había que bordearlo y hacer unos escalones con los martillos de geólogo. Ramón se quedó al otro lado, para ir envolviendo los bloques de HALITA que le iba tirando yo. Me maravilló un cubo perfecto, de unos 10 cm de lado, transparente. Se veía la mano a su través.
En esto se puso a llover. Pensé que si se mojaba la arcilla de los escalones que había hecho antes me iba a ser difícil salir y tendría que aguantar el chaparrón en aquella pared, de modo que emprendí la retirada. Muy a tiempo, porque la lluvia arreciaba más y más. Cuando llegué donde me esperaba Ramón caía un verdadero diluvio y por el barranco bajaba un torrente digno de consideración. Así que dejamos las bolsas y corrimos a refugiarnos en las ruinas de la caseta. ¿Pero cómo, si no tenía techo? ¡Y nosotros con un único impermeable, el mío, para los dos! ¡Y la tormenta apretando, con truenos y relámpagos! Un estruendo pavoroso nos sobrecogió e intentamos, sin poder ver nada de tanto como nos caía, subir por las paredes del gran embudo. ¡Imposible! Era una masa de barro resbaladizo. ¿Qué hacer? ¡Nada! ¡Esperar a que escampase!
Al cabo de un tiempo que nos pareció eterno cesó la lluvia, pudimos ver e intentamos subir por donde la pendiente era menos pronunciada, dando una gran vuelta. Al llegar al coche, las cuatro ruedas estaban enfangadas hasta la mitad. Tuvimos que esperar a que pasasen 4 personas que nos ayudaron a salir del atolladero.
¿Recordáis esos dibujos de personas caladas hasta los huesos, que dejan la ropa goteando, formando un charco en el suelo, y se envuelven en una manta, al lado de un fuego? Pues así estábamos Ramón y yo, tomando un coñac para calentarnos, en la pensión de Minglanilla, arrimados a la encendida chimenea del comedor.
Al día siguiente, soleado, volvimos al embudo para recoger las bolsas. ¡Horror! ¡Toda la ladera arcillosa donde yo había estado casi colgado la tarde anterior se había desplomado, formando un gran cono de deyección que había obstruido por completo al sumidero! ¡Ese fue el ruido pavoroso que oímos! ¡Todo había cambiado! ¡Adiós bolsas! Cogimos nuevamente algunos aragonitos para intentar cubrir los gastos — la sal gema ni se veía, enterrada– y marchamos de aquel infernal lugar, que durante años estuvo presente en mis pesadillas. ¿Qué ángel me dijo que me fuese de aquella pared tan justo a tiempo?
Pero aún no acabo la historia. Unos 10 años después, otro amigo, José Nicolau, fascinado por lo que os estoy relatando, me convenció para volver una vez más a aquél embudo, donde nos presentamos en una tarde primaveral en que la naturaleza cantaba.
El fondo había cambiado por completo. El sumidero, más pequeño ahora, no estaba donde antes y muy cerca había una pequeña cueva excavada en sal blanca con toques de SILVINA –la sal amarga– de color naranja. Me introduje en ella unos 5 o 6 m. ¡La sal formaba en el techo pequeñas estalactitas, quizás mejor llamarlos carámbanos, muy deformes!
Cogimos algunas muestras muy buenas de ARAGONITOS y JACINTOS DE COMPOSTELA–no encontré en esta ocasión HALITA transparente– y marchamos de Minglanilla. No he vuelto.
¿Cómo estará ahora aquel fantástico lugar? ¿A qué os apetece que os lleve?