[dropcap]A[/dropcap]lgún tiempo después del fallecimiento de mi hermano Joaquín, Petri, nuestra hermana, me trajo a Salamanca un «no sé qué» con forma de platillo octogonal, de bronce dorado, que ha avivado mi memoria y –como no– mi imaginación.
Nada más verlo lo recordé en el aparador que mi madre tenía en el comedor de aquella para mí entrañabilisima casa de la madrileña calle de Augusto Figueroa donde nací y viví mis primeras aventuras imaginarias con mis soldaditos de plomo. Llegaba yo del colegio y recorría aquel mi mundo infantil: el mueble con la máquina de coser era Europa; la mesa del comedor, Asia, y el aparador donde se guardaban los platos, África.
Pues allá, en aquella África, estaba aquel platillo, que nunca vi que se usase para algo. Quizás fuese posadero de vasitos para licor; puede que sí, pero no lo recuerdo. Estaba muy oscuro, como sucio, hasta que un día mamá le dio un buen baño con sidol y quedó reluciente, perdiendo su pátina que quizás –ahora lo pienso– fuese de siglos.
Porque cuando me lo entregó Petri, después de tantos años sin tenerlo en mis manos, descubrí que en él había dos estrellas de David, en las que nunca se había fijado nadie.
Y pensé que acaso fuese un objeto ceremonial judío, que puede que hubiese estado en alguna antiquísima sinagoga. Lo ignoro, porque de ese tema he de confesar mi más absoluta ignorancia.
Pero –como no– se despertó mi imaginación, aquella que quizás nació en contacto con este platillo «africano» de mi más incipiente niñez.
Y veo el platillo –o lo que sea– en una escondida sinagoga, allá por el siglo XIII o XV, sirviendo en una ignota ceremonia ritual. Y remontándome más hacia atrás, veo a un artesano de nariz aguileña, con sus herramientas de platero en su taller toledano.
Y veo el asalto en un pogromo, incruento, eso sí, como fueron los que se dieron en estas tierras castellanas, cuyo objeto era simplemente apoderarse de los bienes ajenos.
Y veo la rapacidad de unos villanos, acarreando en un saco los utensilios rituales de aquel recinto religioso, en el que ya no quedaba nada de oro ni de plata, requisados antes por la autoridad.
Y veo un paño en el suelo; y sobre él, algunos de aquellos objetos, puestos a la venta en un mercadillo o feria pueblerina.
Y veo a los «hermandinos» o a los corchetes deteniendo al rapaz vendedor por exponer a la venta relicarios del culto hebreo.
Y veo aquellos objetos en un rincón olvidado, húmedo y oscuro, de la Inquisición, cogiendo el polvo de siglos y siglos.
Lo que no veo es como este platillo llegó a poder de mi madre. ¡Se lo preguntaré a Petri!
4 comentarios en «El platillo»
Bello recuerdo de tu niñez..y quizá mágico…Tras él historias para soñar?…
Tu narración me ha hecho a mí ,también evocar recuerdos…
Mi cariñosa felicitación,y un abrazo..
Soñar no cuesta nada…soñemos…
¡Qué bien me conoces, Azucena! Sabía que esta ocurrencia mía de hoy te haría evocar tus recuerdos infantiles… ¡Estaba seguro de ello! ¡Ojalá que a mis lectores les pasase lo mismo!
Un abrazo para ti y para todos los tuyos.
Gracias Emiliano por compartir la niñez, ese territorio mágico y real…
Felices fiestas para ti y tus lectores.
Un abrazo
Gracias David. La verdad es que este platillo me ha traído muchos recuerdos de mi infancia, por ejemplo, cuando me daban las vacaciones de Navidad y corría a casa a los acordes del canto de los niños del colegio de San Ildefonso pasando los números de la lotería. Y que me daban una peseta y me iba a comprar un tebeo de Dumbo… Y los villancicos que cantábamos los niños de la casa para que nos diesen el aguinaldo… Y la ilusionada espera a los Reyes Magos… Y…
Un fuerte abrazo