Opinión

La aparición

 

¡¡¡URANIO!!!
¡¡¡URANIO!!!

[dropcap]E[/dropcap]n el verano del 64 me enteré de que la Junta de Energía Nuclear necesitaba prospectores, preferentemente estudiantes de Geología o Ingeniería de Minas para una campaña en el Pirineo de Lérida. Decidí apuntarme, junto a mi camarada Miguel del Pozo.

Después de un breve cursillo, en el que aprendimos el manejo de los escintilómetros (algo así como los famosos contadores geiger, pero mucho más sensibles), ocho expedicionarios nos trasladamos a Seo de Urgel, donde nos esperaba nuestro director, ingeniero de minas cuyo nombre he olvidado. De aquel trabajo recuerdo lo bien que me vinieron las prácticas de campo, voluntarias, que había tomado de aquellos grandes catedráticos que fueron José María Fúster, Noel Llopis y Luis Sánchez de La Torre. Pero eso es otra historia, como dijo…

La prospección fue en la Sierra del Cadí y disponíamos de cuatro tiendas de campaña, con las que acampábamos cada semana en un sitio previamente fijado y los sábados en un camping de Seo de Urgel. La comida era cosa nuestra, comprada a granel en un economato militar y aderezada con lo que la naturaleza nos daba, principalmente níscalos y manzanas, otras frutas y hierbecillas del monte… Cada día los ocupantes de una tienda se encargaban de preparar la pitanza y de limpiar el campamento, mientras los otros seis se desplegaban en línea por la montaña con el escintilómetro en una mano y su funda en bandolera, que llenábamos con lo que encontrábamos.

Había una pareja –la de los «pinfanillos»– que eran una nulidad como cocineros. Un día se les ocurrió aderezar la comida con  espinas de pino y hojas de hinojo. Tuvimos que tirar aquellos garbanzos…

Lo que más nos gustaba a todos eran los níscalos, que proliferaban en gran cantidad en aquel verano pirenaico, en el que rara era la noche en que no llovía o atronaba la tormenta. A veces nos encontrábamos excursionistas buscadores de este delicioso manjar de los pinares, que condimentaban allí mismo y con los que compartíamos lo que teníamos. Ellos los llamaban rovellons.

Eran el complemento de nuestros desayunos, comidas y cenas y llegamos a ser expertísimos gourmets niscaleros.

Un día nos encontramos con un pastor que nos invitó a pasar algunos ratos en su masía, aislada en aquellos bosques. Nos contó su vida como legionario –ya os la repetiré algún día– y tomábamos café en tazas de arcopal, por entonces casi desconocido en España. Nos inspiró el qué llevar a nuestro regreso al hogar. Aún conservo la vajilla que compré en Andorra.

Un viernes nos visitó aquel pastor en nuestro campamento. Al ver los rovellons nos dijo que por qué no teníamos rosignols.

            – ¡Cómo!¿No sabéis qué son? ¡Venid conmigo!

Y nos llevó a una pradera, en un extenso claro del bosque, donde blanqueaban en gran cantidad estas setas. Yo creo que recogimos más de 3 kg. Al atardecer los preparamos a nuestro modo y los dejamos en los platos para degustarlos. Aquel día yo cené antes que los demás porque me barrunté que luego lo tendríamos que hacer deprisa.

Y acerté. De pronto se desató, estalló, una demoledora tormenta, de esas tan típicas en el Pirineo, que comienzan con un fortísimo vendaval. La consecuencia instantánea fue que todos los platos volaron dejando a mis compañeros sin su yantar, que hubo que sustituir con barras de chocolate. De modo que solamente yo probé los rosignols.

Niscaleando.
Niscaleando.

Antes de dormir teníamos por costumbre reunirnos en la tienda más grande a charlar o jugar a las cartas y a beber una copita de «richard» (coñac hervido con azúcar y limón, tomado caliente), pócima muy buena para entrar en calor en aquellas frías noches veraniegas. Yo me había acostado porque no me encontraba muy bien. Al rato sentí un fuerte dolor de vientre y terribles arcadas. De modo que me levanté y salí fuera de mi tienda, envuelto en el saco desplegado para expulsar la dichosa cena.

Con el ruido salieron los tertulianos de la tienda:

            – ¡¡¡Una aparición!!! ¡¡¡San Ermengol!!!

No pasó nada. Vacío el estómago, dormí tranquilamente.

A la mañana siguiente, sábado, estábamos deshaciendo el campamento para ir a La Seo, cuando llegó el pastor:

– ¡Qué! ¿Qué tal los rosignols?

            – ¡Pero qué setas eran esas, que casi envenenan a Emiliano!

            – ¿Quée? ¡Pero si son de las más ricas!

Resulta que las habíamos asado directamente, como hacíamos con los níscalos. ¡Y había que haberlas hervido antes! ¡Era como si hubiese comido madera!

Nos sobraba gran cantidad de rosignols, pero nadie se atrevió a cocinarlos. Ante la insistencia del pastor no las tiramos. En el camping de La Seo nos encontramos con unos geólogos holandeses y otras personas que quedaron agradecidísimos con el sabrosísimo regalo que les dimos. ¡Eso dijeron!

Pasado mucho tiempo degusté estas setas en un restaurante. ¡ERAN DELICIOSAS!

6 comentarios en «La aparición»

  1. Querido Emiliano,
    De milagro habeis sobrevivido a aquel campamento. No lo digo por los rosignols que, mal que bien, esos los tenía controlados el pastor, sino por todo lo que podíais haber comido estando en manos de esa parejita de cocineros que dices.
    Y, hablando de tormentas, hoy tenemos el Lunes de Aguas lluvioso. Nos quedaremos en casita a comer el hornazo.
    Un abrazo y hasta pronto,

    Emilio

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    • ¡El día aquel no les matamos de milagro! ¡Imaginaos a 6 hambrientos buscadores de uranio, que no parábamos en toda la mañana subiendo y bajando aquellos empinados montes, que llegan hambrientos a su campamento, con ganas de comerse una vaca entera, y que todos los días que les tocaba cocina a los componentes de aquella tienda, encontrábamos las cosas sin hacer, y aquel día GARBANZOS CON RESINA DE PINO! ¡Menuda bronca tuvimos!
      Feliz Lunes de Aguas.

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  2. Muy entretenida la aventura de aquel verano del 64,a mí también me encantan las setas,!¡cómo las disfruto!.La naturaleza nos brinda lo mejor,por eso debemos ser muy agradecidos.Te imagino (juventud divino tesoro) por esos parajes en noches y amaneceres ,estrenando nuevos retos.Sigue compartiendo esas vivencias tuyas.Un abrazo.

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    • La verdad es que no sé si era por lo cansados y hambrientos que estábamos, o porque estábamos en plena Naturaleza, o porque éramos jóvenes… El caso es que nunca comí níscalos tan sabrosos. ¡No nos hartábamos de ellos! ¡Y eso que los comíamos a todas horas!
      Un abrazo muy fuerte

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    • Dice la gente que los níscalos son setas poco culinarias. ¡Pues a mí son las que más me gustan! Y a mucha gente le pasa lo mismo. No sé. A lo mejor es que somos especiales, porque yo prefiero una buena comida española a todas esas multipequeñeces que tan de moda están.
      Siempre me quedaré con mis níscalos. ¡Y ojalá me los pudiese comer en el mismísimo bosque, como entonces! ¡Es cuando más sabrosos están!

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