[dropcap]U[/dropcap]no, que siempre ha sido apolítico por instinto, naturaleza, y falta de tiempo, entiende que hay momentos históricos en un país (quizás sólo uno a lo largo de una vida, pero las vidas se suceden y esos momentos fatídicos se heredan) en que la cuestión política, abandonado el carril de la rutina, alcanza rango superior, y se barajan cuestiones casi «metafísicas».
Claro que aquí por «cuestiones metafísicas» quiero dar a entender aquellas que revisten con algún brillo trascendente (aunque ilusorio) la torpe maquinaria humana, para que esta no galope -como es su instinto- imparable y sin freno a su propia ruina.
Una especie de barrera artificial (y artificiosa) contra la inundación general, barrera que podemos llamar ética civil (no se precisa fe religiosa), o vergüenza torera si queremos acogernos a un término más castizo.
Más fácil sería -claro está- no contener la riada y dejarse llevar por la corriente general que desbarra con el viento a favor y la entropía empujando.
Es decir, formar parte de la «gran coalición», esa que se coaliga para tapar y disculpar (premiar, sería la palabra correcta) la corrupción, sin importar que esa actitud, más tarde o más temprano, nos aboque al desastre.
Son momentos en que los sucesos representados en el anfiteatro político de un país (como si se tratase de una clase de anatomía en que se diseca un cadáver), son capaces de despertar a un muerto -a poca vida que le quede- y lo que se juega es el todo o la nada, la muerte o la vida de una sociedad, el esfuerzo siempre dificultoso de la honestidad o el triunfo irreversible del todo vale y de la mentira cómoda.
“- Si, es muy posible –repuso Andrés- ; pero creo que nos hemos desviado de la cuestión; no veo la consecuencia.
-La consecuencia a la que yo iba era esta: que ante la vida no hay más que dos soluciones prácticas para el hombre sereno: o la abstención y la contemplación indiferente de todo, o la acción limitándose a un círculo pequeño. Es decir, que se puede tener el quijotismo contra una anomalía; pero tenerlo contra una regla general, es absurdo.
– De manera que, según usted, el que quiera hacer algo tiene que restringir su acción justiciera a un medio pequeño.
– Claro, a un medio pequeño; tú puedes abarcar en tu contemplación la casa, el pueblo, el país, la sociedad, el mundo, todo lo vivo y todo lo muerto; pero si intentas realizar una acción, y una acción justiciera, tendrás que restringirte hasta el punto de que todo te vendrá ancho, quizás hasta la misma conciencia.
– Es lo que tiene de bueno la filosofía –dijo Andrés con amargura-; le convence a uno de que lo mejor es no hacer nada”.
Este párrafo de «El árbol de la ciencia» de Pío Baroja, en el cual el doctor Iturrioz se explica ante su sobrino Andrés Hurtado mientras riega las plantas de su azotea de Madrid (que Andrés, protagonista y agonista de la novela, llama «la azotea de Epicuro»), denota y define un escepticismo pragmático muy anglosajón, que aquí en España tenemos muy asumido bajo la forma de pesimismo y tristeza perenne. Tristeza, por cierto, muy poco pragmática y muy poco útil.
En esta gran novela de Pio Baroja se lee también:
“Las costumbres de Alcolea (del Campo) eran españolas puras, es decir, de un absurdo completo”.
“La política de Alcolea respondía perfectamente al estado de inercia y desconfianza del pueblo. Era una política de caciquismo, una lucha entre dos bandos contrarios, que se llamaban el de los Ratones y el de los Mochuelos; los Ratones eran liberales, y los Mochuelos conservadores”.
Se explica luego que ambos bandos se dedicaban, básicamente, a robar el dinero público.
“Andrés discutía muchas veces con su patrona. Ella no podía comprender que Hurtado afirmase que era mayor delito robar a la comunidad, al Ayuntamiento, al Estado, que robar a un particular…En Alcolea, casi todos los ricos defraudaban a Hacienda, y no se les tenía por ladrones”.
Leonardo Sciascia, que en el fondo era muy español y quijotesco, hizo de Sicilia y la mafia una metáfora universal, y de la derrota de la razón y la honestidad un fatum.
Sin embargo, esa perspectiva pesimista no invalida ni excusa la lucha contra los molinos de viento (y contra la mafia), que en realidad y de verdad son gigantes, aunque al poder le interese convencernos de que son molinos.
Quizás sería útil ayudarse del espíritu olímpico de estas fechas, y ganarle por goleada a la corrupción y a ese pesimismo que la hace posible, y aquí -en nuestro país- casi eterna.
O al menos intentarlo.
A los molinos de viento no se les puede derrotar, pero a los gigantes, Mochuelos y Ratones, sí.
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