[dropcap]D[/dropcap]ecía con acierto Felipe VI en un discurso reciente que «fuera de la ley sólo hay arbitrariedad». Ahora bien, cuando es la misma ley la que establece la arbitrariedad y el privilegio como axioma principesco, entramos en una lógica confusa capaz de desmadejar cualquier edificio moral o jurídico.
Que la ley sea la fuente de la legitimidad no significa que sea el remate acabado de la justicia. Por tanto hay que contar con que es revisable y mejorable. Las Constituciones son como los seres vivos: o evolucionan o mueren.
Aun cuando el término «arbitrariedad» nos recuerde a «árbitro» y por tanto pueda inducirnos a pensar equivocadamente en los conceptos de equilibrio y justicia, sobra decir que significa todo lo contrario: desequilibrio e injusticia, protagonizada por quien es juez y parte, dueño y señor.
Arbitrario: sujeto a la libre voluntad o al capricho antes que a la ley o a la razón, dice el Diccionario de la lengua española.
De la afirmación, ni siquiera arriesgada, de que la transición española está como levitando y suspensa en el tiempo, nos da idea el hecho de que la arbitrariedad más obscena corona nuestra Constitución cuando ordena y legítima que la figura del rey es irresponsable e inviolable (Título II, artículo 56), es decir, legítima que el rey, una persona de carne y hueso, como usted y como yo, con sus afectos y sus pasiones, al que puede acontecer cualquier deseo, desde el más atinado al más extraviado, no responde ante nadie y está por encima de la ley.
Lo cual convierte al monarca en un ente metafísico que entra en competencia directa con Dios.
En Europa y en pleno siglo XXI.
Y esto que nos sitúa directamente en el mundo de la irracionalidad y el medievo, y que podía ser aceptable cuando un gran número de siervos famélicos, analfabetos, y adoctrinados por sus respectivas Iglesias, creía que el rey era de pata negra pero con sangre azul y el representante más digno de Dios sobre la tierra, ya no lo es hoy que sabemos empíricamente que es un residuo evolutivo de una jerarquía simiesca basada en la fuerza bruta.
La figura del monarca sería así el equivalente al macho alfa en un grupo de monos antropoides, que desde su trono selvático ejerce su control y su real capricho, y que por imperativos genéticos absolutamente entendibles pero ciegos, transmite ese privilegio a sus más próximos (hijos, yernos, y demás), como lo ha explicado muy bien Jaume Matas en un documental que desde aquí recomiendo.
Estamos pues ante una circunstancia etológica frecuente y suficientemente conocida que se describe casi a diario en esos documentales magistrales de la BBC sobre la vida salvaje, que dirige tan brillantemente David Attenborough.
Lo sorprendente es que así como ya no tenemos rabo al final del coxis y hemos perdido el pelo de aquella dehesa (somos monos desnudos), aún tenemos reyes que coronan nuestra vida social y política.
Lo normal sería -al hilo del avance de los tiempos y la civilización- que así como ya no tenemos cola prensil, tuviéramos representantes electos por los ciudadanos, que sujetos a su misma ley respondieran ante ella sin privilegios especiales de aforamiento y mucho menos de irresponsabilidad, y no como ocurre en este caso, que parece que estuviéramos ante semidioses puestos ahí por carambola hereditaria o designación divina. Un auténtico “dedazo”.
Pero esto, que sería lo deseable y lo coherente con el mundo que nos rodea, nos llevaría a un escenario de racionalidad ática y laicismo social, y hoy Grecia y su significado están de capa caída, triunfan Hollywood y sus criaturas, y los Popes y magos Rasputines han resucitado de nuevo. La posmodernidad no es sino el triunfo de los zombis.
[pull_quote_left]La figura del monarca sería así el equivalente al macho alfa en un grupo de monos antropoides, que desde su trono selvático ejerce su control y su real capricho, y que transmite ese privilegio a sus más próximos[/pull_quote_left]Cuando la posmodernidad se parece tanto a la prehistoria, y la posverdad se parece tanto a la mentira, debemos sospechar que estamos en medio de un enorme timo.
Quizás tiene su lógica que hoy que han entrado en proceso de acoso y derribo tantas cosas estimables, logradas con encomiable esfuerzo (la democracia, los derechos humanos, las conquistas sociales, la igualdad ante la ley, la luz de la razón, la dignidad del hombre proclamada por el Humanismo, por el simple hecho de ser hombre y no por ser multimillonario, jerarca político, o monarca), arrastremos aún este vestigio rancio de tiempos pretéritos, no sólo como espectáculo que fascina y atrapa a las masas con sus ceremonias solemnes, sino como condicionante psicológico efectivo de rango y servidumbre, privilegio y arbitrariedad, sometimiento y resignación.
Y todo ello respaldado por las más altas Instituciones.
Cuando hablo de condicionamientos psicológicos (pensemos en Pavlov y sus perros obedientes) hablo de esa sustancia invisible pero pegajosa, de esa rémora pertinaz que inadvertidamente se pega al alma de un hombre o de un pueblo, y convierte su acción en pura inercia, y su libertad en un espejismo.
Vivimos rodeados de condicionamientos de todo tipo, muchas veces envueltos bajo el ropaje de lo festivo, casi siempre disfrazados con el disfraz de lo correcto, fortalecidos por sistema con el peso de la masa, que hacen que la libertad, no ya sólo de acción sino incluso de pensamiento, sea una tarea difícil.
Si uno quiere intentarlo -ser libre- casi siempre tendrá que hacerlo nadando a contracorriente.
Si por lo general el condicionamiento está oculto, a veces es tal su osadía o su indiferencia, que se manifiesta explícitamente en una ley escrita y hasta en una Constitución, o en frases rotundas de ambiguo significado.
Por ejemplo: «no muerdas la mano que te da de comer», que parece alabar una actitud virtuosa y agradecida, pero que también puede estar aconsejando una actitud servil y resignada. Y todo ello envuelto en un paternalismo tramposo.
Los perros también son alimentados por sus dueños, y no por salivar mecánicamente al toque de corneta son más libres ni más virtuosos. Nunca olvidemos que el cerebro es una víscera a la que se puede amaestrar tan eficazmente como a una pulga de circo.
Hay quien justifica todo esto como una concesión al espectáculo y la ceremonia, como una concesión a las necesidades espirituales del pueblo llano, que en su nostalgia de una autoridad suprema e irresponsable, siempre precisa de símbolos fuertes que coloquen cada cosa y a cada cual en su sitio.
O argumentan que dado que es un símbolo inoperante, metafísico, de adorno, sin poder real (lo cual no es cierto), no supone ningún inconveniente su permanencia como reliquia de otro mundo menos justo, ni es incompatible con el mundo moderno pues incluso saber hacer negocios poco claros, y ha tenido la prudencia de adaptar el derecho de pernada al glamour y los códigos de la jet society.
Yo no lo veo igual -permítaseme esta licencia- porque a menudo los símbolos resultan no ser tan metafísicos e inoperantes como se pretende, y tienen la mala costumbre (a pesar de la neutralidad que se pregona) de aliarse con otros símbolos igual de rancios y escorados, y al final esa coalición de símbolos teóricamente obsoletos constituye una atmósfera que oprime y condiciona, muy lejos de aquella inocencia simbólica que se dice incolora, inodora, e insípida.
Puestos a escoger símbolos y a costearlos con el presupuesto público ¿no sería mejor escoger aquellos símbolos más próximos a nuestro tiempo y a nuestro modo de ver las cosas?
Por ejemplo, el lema simbólico y programático de la revolución francesa: libertad, igualdad, y fraternidad.
POSDATA:
Documental Monarquía española https://www.youtube.com/watch?v=lkc5EGZTKzE&t=181s
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