[dropcap]E[/dropcap]l principal sofisma que vicia los relatos al uso consiste en confundir los efectos con las causas, y viceversa. Si en el mundo mágico de la física cuántica ese orden no importa, en el mundo prosaico de los hechos humanos, sí.
Primero hay que partir de un axioma fundamental y muy necesario para distraer al personal de cualquier intento de razonamiento lógico: la crisis económica no es causa ni efecto, sino que cayó del cielo ya criada, cual epifanía inmanente o rayo sideral.
Aceptado ese misterio de la fe, cualquier silogismo es ya posible y cualquier relato pasa por bueno.
Aunque hubo quien sugirió, al hilo de los hechos, que el capitalismo necesita reformas y que algunas prácticas de liberalismo patibulario conceden a los tramposos todas las ventajas del mundo, no por eso llegó la sangre al río ni nadie (o casi nadie) se aventuró a relacionar una cosa con la otra, ni a sugerir que quizás el sistema estaba viciado, y que de ese humus había nacido la planta, o sea la crisis.
Y cuando digo nadie o casi nadie, lo digo -es obvio- como figura retórica.
Hipótesis aquella por otra parte nada radical sino que está muy próxima a ser cierta, aunque gracias a Dios – y nunca mejor dicho- aún se cree en la inmanencia y todo lo ocurrido se explica por la inocencia del azar.
En resumen la crisis, esta crisis, que no sabemos si es eterna o procreará otra distinta y más grande, no tiene padre ni madre, pero si muchos hijos, uno de los cuáles y más famosos es el populismo.
Que el hijo proceda del padre o le preceda nos introduce en la terrible duda de si la crisis trajo el populismo o el populismo produjo la crisis. Tesis esta última que sostienen con falso candor aquellos que creen que la crisis cayó del cielo, ya hecha una moza, o que consideran oportuno que siendo los populistas los últimos culpables de casi todo, ya no es necesario pedir responsabilidades a los banqueros.
Y para no generalizar especifiquemos: los banqueros corruptos.
Que no es que quiera yo defender el populismo ni el visceral primitivismo de las consignas fáciles, pero es que ya me hincha tanta referencia culta al populismo para excusar e ignorar una responsabilidad que compete casi en exclusiva a ciertas élites.
A las élites financieras y a las élites políticas, que en su promiscuidad un tanto plebeya y bastante mercenaria son capaces de cualquier engendro, o incluso de cualquier relato.
[pull_quote_left]En realidad nuestro actual escenario nacional, tan ingrato como poco ilusionante, no procede del postfranquismo a secas, sino en parte también de la modernidad más avanzada, es decir, de la postmodernidad[/pull_quote_left]Esta confusión nada inocente entre causas y efectos (que es la que nos desayunamos cada mañana en los medios de masas), es la que caracteriza también a la incoherencia bruselense.
No es la elección de una política equivocada, radicalmente opuesta a la que inspiró la fundación de Europa, la que ha provocado el Brexit, sino que es el Brexit (otra manifestación del populismo avieso) la que ha hecho a Europa entrar en crisis de disgregación.
No es la corrupción, el saqueo de las arcas públicas y la destrucción del Estado del bienestar lo que ha puesto en riesgo la unidad de España, sino que es un sistema que ha permitido todo eso y un gobierno de corruptos los que la van a salvar. Y así por el estilo.
Tan sencillo como darle la vuelta a la tortilla.
Hace poco, en un informe autorizado, Europa ponía a caer de un burro a España por sus retrocesos sociales y sus récords en desigualdad, sin pararse a meditar que dichas consecuencias son efecto directo de las causas y principios que Bruselas patrocina. Es decir, consecuencia de una ideología política y económica extrema que hace pocas décadas todo el mundo hubiera calificado como radical.
Así no nos debe extrañar que en un abrir y cerrar de ojos, Macron, que parecía que iba a ser causa y origen de una gran salvación o revolución europea (neoliberal por supuesto), sea ya al día de hoy el epílogo de una renovada decepción.
Desde luego esto huele a chamusquina.
¿Cambiará Europa de política, escarmentada ya de la imitación de modelos ajenos y radicales, o persistirá en el camino que la tiene desorientada y sin rumbo?
Sin duda la reconsideración de unos dogmas tan bien financiados no parece tarea fácil.
Una vez construido el molde mental o sea el paradigma, los silogismos averiados se fabrican como churros. No es la corrupción la que está en el origen de la crisis, sino que es el “populismo” de los que denuncian la corrupción o acampan en las plazas el que nos hace entrar en crisis. Matar al mensajero es siempre la forma más rápida de ocultar la realidad.
Amputar una parte importante de los hechos para que la coherencia interna (y solo interna) del relato no quede deslucida, es muy poco científico. Y es en este tipo de apaños menores donde los paradigmas vigentes empiezan a mostrar sus primeras grietas.
Ahora bien, confundir los efectos con las causas ya es un grado sumo de irracionalidad, una suerte de animismo. Lo cual nos retrotrae a tiempos ya superados en los que la ceguera estaba perfectamente codificada en un lenguaje culto y oscuro al que se le sacaba brillo en las más altas academias.
En realidad nuestro actual escenario nacional, tan ingrato como poco ilusionante, no procede del postfranquismo a secas, sino en parte también de la modernidad más avanzada, es decir, de la postmodernidad. Una mezcla extraña con aire vintage que se encarna de forma natural y armónica en “la gran coalición”. La escopeta nacional aliada con la Inmaculada transición.
Posdata: Macron, el presidente del 1% más rico.
¿Qué pasaría en España si no hubiera corrupción?