[dropcap]C[/dropcap]omo todos los años, cuando se acerca el 10 de enero, me acuerdo de mis amigos Jesús y Sergio.
Fue en el 60. Con nuestra euforia juvenil habíamos decidido hacer una marcha a lo desconocido, secundados por nuestro inseparable Luis, que luego se «rajó».
¿Dónde ir? Teníamos varias opciones. Podíamos ir hacia Guadarrama o Navacerrada, pero tendríamos que coger el tren… Me tocó a mí tomar la decisión, y con un mapa de carreteras escogí ir hacia San Sebastián de los Reyes o Fuencarral, hasta donde llegásemos.
De modo que aquel domingo, provistos de bocadillos y agua, cogimos un tranvía –no recuerdo que número era– en Recoletos y fuimos hasta la parada final, en Chamartín de la Rosa, por entonces separado aún de Madrid por campos y sembrados.
Precisamente en este pueblo, donde había ido con la Escolanía de San José a cantar villancicos una Navidad, me había ocurrido un percance nueve años antes. Al salir corriendo de la iglesia tropecé y me caí de bruces, clavándome profundamente un canto puntiagudo en mi antebrazo derecho. Me curaron, entre la expectación de todos mis compañeros, en la farmacia del pueblo. Conservo la cicatriz como recuerdo.
Volviendo a la aventura del 60, desde Chamartín, que entonces era un pueblo rústico con hotelitos en las afueras, cogimos una carretera — muy mal asfaltada– y tiramos hacia delante. El día era poco soleado, un tanto gris. A ambos lados nos contemplaban los áridos sembrados, surcados por los regatos secos con sus alamedas y choperas, deshojadas por el invierno. Aquel paisaje castellano se me quedó grabado. ¡Imborrable! Era el alma de mi eterna Castilla, que aquel día contemplé por primera vez.
Anduvimos y anduvimos por entre aquellos sembrados pardos, inhóspitos, hasta llegar a una casita deshabitada, puede que de peones camineros, que tenía un jardín abierto y un pozo. Allí decidimos comernos el bocadillo, sentados en unos bloques de piedra muy cerca del brocal. ¡Cómo no!, tiramos unas piedras al pozo, que estaba seco. Os estaréis preguntando por qué hago hincapié en esto. ¡Luego lo veréis!
Después de comer, seguimos andando y andando hasta llegar a una zona de chalets, donde había una iglesia de estilo muy moderno. Su arquitectura nos impresionó. No sólo era hermosa por fuera. Su interior, de grandes ventanales con vidrieras multicolores, era una maravilla. Muchísimos años después vi esta iglesia, cuyo nombre no sé, en una película, «Un lujo a su alcance«, en la escena final, cuando Arturo Fernández se va a casar con Nadiuska.
Pero ¡ay!, al salir de aquella maravilla la cosa se nos torció completamente. La tarde se puso ventosa y sumamente fría. ¡Había que volver, y deprisa!
Pero a medio camino, empezando ya a anochecer, entre una ventisca atroz, Jesús se puso malo. Entre Sergio y yo le abrazamos y continuamos andando. ¡No había otra solución! En aquella solitaria carretera no vimos personas ni vehículos en todo el día.
Por fin llegamos a la parada del tranvía que nos devolvió al hogar de cada uno, dejando primero a Jesús en el suyo. Supongo que le darían lo mismo que a mí, una sopa bien caliente y ¡a dormir!
Bueno. ¿Y por qué el hincapié del pozo, que dije antes? Pues es que al cabo de unos días leí en el ABC que se había descubierto un cadáver humano en él. Sí. ¡Seguro que era en él! Por las señas, que vimos en las fotografías que salieron en «El Caso», no había duda. ¡Y nosotros habíamos estado tirando piedrecitas al fondo! ¿Estaría ya allí el finado, o lo arrojarían después? Nunca lo sabremos.
Pues sí. Eso me ocurrió aquel domingo,10 de enero de 1960. ¿Lo recuerdas, Jesús? De Sergio me dijeron, diez años después, que se había ido a Barcelona. No volví a saber de él. De Jesús no hace mucho que os hablé, al contaros que su padre fue macero en las Cortes. Nos carteamos de vez en cuando.
¡Y la vida siguió! Hoy, de aquellos paisajes del 60, sólo queda el recuerdo, barridos por el crecimiento urbanístico de Madrid. Pero algo quedó en mí, que me hace revivirlo año tras año. ¿Será por haber encontrado allí mi primera visión del horizonte castellano, con sus líneas horizontales y verticales, como dijo Ortega y Gasset? ¿O será por la imagen de aquella casa solitaria con sus arbolitos y su pozo, evocadores de un tranquilo crepúsculo? ¿O la añoranza de la juventud, que pasó imparable?