[dropcap]A[/dropcap]sistí con alguna esperanza a la presentación del documental “Cielo, agua, tierra y metal. El ferrocarril de La Fregeneda”, aunque sólo fuera por haber vivido directamente “aquellos días” de intensa relación con “el tren” desde niño hasta la rodadura profesional en la que dediqué mucha intensidad en apoyo de esa comunicación y de la soberbia infraestructura que la permitía. Pero salí bastante decepcionado, lamentando una oportunidad perdida.
A pesar de la buena relación que mantengo con los protagonistas de la iniciativa –Eduardo Margareto, director; Rafa Monge, productor; David Arranz, fotografía– me parece conveniente señalar que el resultado del documental es fallido porque la obra es rutinaria, le falta nervio y no veo por parte alguna el latido del sentimiento al que ha aludido el director. Únicamente la imagen aporta atractivo al conjunto, aunque entiendo, desde el conocimiento del terreno, que debió haber una mayor aportación de imágenes, porque es tal el lujo del paisaje del entorno y la potencia de la infraestructura ferroviaria que no debieran escasear, como se advierte. En esa riqueza sólo basta mirar y encuadrar para reunir un amplio catálogo de imágenes a la hora de sentarse al ordenador para montar el relato. Un recorrido en el que también se echa en falta una mayor aportación documental histórica.
Al documental, como consecuencia del procedimiento de relato y su montaje de ritual, le sobran las permanentes presencias de los rostros parlantes de quienes aportan sus testimonios. Además, ese desfile es un catálogo de figuras en posiciones hieráticas, muy de esfinge, salvo la pasión que traslada Luciano G. Egido. Sobran las presencias de esos rostros porque, una vez presentados para introducir los testimonios, lo lógico es que esas aportaciones hubieran seguido a través de la voz en off y el letrero de identificación, al tiempo que la imagen ilustraba lo que los personajes relataban; como mucho, alguna ráfaga rápida al rostro si éste aportaba algún motivo adecuado. Claro que eso requería haber dispuesto de más “material” de imágenes o documentos, aunque entiendo que no hubiera sido complicado dada la riqueza a la que recurrir para la ilustración. Otro tanto sucede con la música: en mi opinión, no me parece ajustada al territorio que se nos ofrece, y también considero que se halla dispuesta a boleo, como cuando antaño se sembraba el cereal con aquel lanzamiento propio de la zona.
Por otra parte, en esas presencias entiendo que resultan extrañas algunas de ellas. ¿Qué pinta el muy respetable Antonio Colinas –excelente poeta–, si desconoce el entramado del territorio y sus intervenciones no aportan nada en torno al motivo del audiovisual, sólo está ahí porque “es Colinas” y luce su presencia? Me pregunto a santo de qué se le dan dos entradas a la cantante María Salgado, totalmente fuera de contexto. Ignoro por qué figuran otro par de ocasiones con la imagen y la palabra del señor Centeno, de Hinojosa, cuando esas palabras son una vaciedad para el relato. Y, además, ese cierre que se hace con las dos intervenciones del presidente de la Diputación Provincial, ¿a donde nos lleva? Las aportaciones de Javier Iglesias nos llevan al campo de la propaganda, de las palabras de cajón de un político que desnaturalizan, en todo caso, el tono que se le presumía al documental. ¿Que la Diputación ha pagado la fiesta? Perfecto, para eso ya figura el logotipo de la institución con notable presencia. La aportación financiera no justifica la propaganda, salvo que se busque la degradación de la obra. Y, además, otro factor de notable importancia: qué casualidad que el documental se presente cuando todos estamos nadando en la piscina de la campaña electoral. Me parece aberrante.
Me llamó la atención que el relato se cortara en el puente internacional, del que en ocasiones se muestra alguna imagen sobre el río Águeda y se alude al “beso” emotivo de las locomotoras en el momento de la inauguración. Me ha chocado bastante que la cámara no llegara hasta Barca D´Alva al menos, que sería lo que le hubiera aportado el contexto real que tuvo la línea férrea, aspecto al que sólo se alude de pasada con motivo de la construcción. Y es que esa ausencia me retrotrae a los tiempos dolorosos de aquel 1984 cuando se decidió cerrar al tráfico esa línea. Al momento en que el ministro de Transportes Enrique Barón tuvo la intolerable osadía de afirmar desde la tribuna del Congreso de los Diputados que esa línea férrea no era internacional, que únicamente llegaba hasta La Fregeneda. No hubo forma de apearlo del burro, no de la ignorancia sino de la falsedad, en momentos en que algunos nos sentimos muy solos en la defensa de la situación real de “el tren” que había alimentado tantas fantasías en nuestra niñez y tantos deseos de posibilidades de desarrollo en tiempos de pelea por la permanencia de la población en aquellos pueblos del Oeste. (Por fortuna, además, meses después de aquella tropelía política tuve la oportunidad de mantener un rifirrafe dialéctico con el ministro durante una presencia suya en Salamanca, cuando aún seguía instalado en sus posiciones de mentira…, y yo acudía bien armado de pruebas de varia índole. Llegué a desafiarlo: “Cogemos ahora su coche y nos vamos directamente al escenario del delito”, y entre una sonrisa sarcástica masculló que “no tengo tiempo”.) La línea ya estaba cerrada en aquel momento, y la sensación de ese cierre es lo que me ha dejado el regusto amargo de que en el documental todo termine ante el puente internacional. Lo que fue una empresa ibérica, ahora se queda un tanto limitado a cierto aire lugareño.
Por supuesto, no puedo dejar de reconocer que los aplausos cerraron la proyección. Todo muy bonito. Yo no aplaudí, aunque llegué a la sala pensando en que me agradaría salir contento por lo que supondría dar a conocer adecuadamente esos espacios atractivos y recios, que acogen una infraestructura poderosa y de ingeniería de vanguardia.
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