[dropcap]E[/dropcap]n varias ocasiones he dicho que soy un apasionado de la Historia y un entusiasta lector de novelas históricas. Y hasta he hecho mis pinitos, pocos y pequeños, en este campo. Pero me da mucho miedo cometer en mis escritos algún anacronismo. Este defecto, que para algún escritor o lector puede considerarse como un «pecado venial», para mí es «mortal».
Cuando veo que un autor comete ese «desliz» pienso que ha inventado una trama, que puede ser interesante, pero que lo mismo puede ocurrir en la época a la que traslada a sus personajes que a otra cualquiera e incluso a la actualidad. No hay más que cambiar los ropajes y saber algo de cómo era la vida entonces. Pero el alma del autor no ha viajado a aquel tiempo y por tanto no puede conectar con la tuya.
Y viene esto a cuento porque me he sorprendido al comprobar que un gran escritor de novelas históricas ha incurrido lamentablemente en un pasajero anacronismo. Me ha extrañado tanto que he llegado a pensar si no sería una mala traducción.
Me refiero a Christopher Jacq, conocidísimo autor de novelas que se desarrollan en el Antiguo Egipto faraónico. Había leído varias obras suyas, que se caracterizan por una cuidada exposición de ambientes y ceremonias y una trama muy bien pensada, subyugante. Pero hace poco cayó en mis manos «La Pirámide asesinada«, cuyo tema es fascinante: una conspiración militar en tiempos de Ramsés II, que un joven juez muy bien intencionado ayuda a resolver. La descripción de la vida, tanto en el pueblo como en las altas esferas está muy bien escrita, así como las ceremonias y costumbres. ¡Se ve que el autor ha sido estudioso de la época! Pero, de pronto, te encuentras que para hablar de distancias ¡lo hace en metros! Quizás sea un defecto leve, que en otro autor menos documentado me hubiese hecho dejar la lectura. Pero lo pasé por alto y terminé el libro.
En otra ocasión me entretuve leyendo «El babilonio«, de Karlheinz Grosser, novela ambientada en tiempos de la conquista de Persia y Egipto por Alejandro Magno. Se aprecia claramente la influencia de Mika Waltari («Sinuhé, el egipcio«) en cuanto al argumento y la gran documentación manejada, así como los análisis psicológicos tanto del protagonista principal como de otros, entre ellos el gran Alejandro. ¡Y mide las distancias en pasos y codos! ¡Como debe ser! El protagonista, médico, viaja por aquel mundo de entonces, describiendo costumbres y sucesos, como la conquista de Tiro, muy bien detallada, o la batalla de Gaugamela. ¡Una novela entretenida, sin duda!
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La medición de distancias, pesos y capacidades ha sido, ya desde la más remota antigüedad, un gran problema para la Humanidad. La disparidad de criterios fue siempre un grave obstáculo para el comercio y para las administraciones de impuestos, que todos los gobiernos trataron de resolver unificando los patrones.
Roma solucionó las distancias con su «pie romano», que llevó a su red de grandes Calzadas, señaladas con miliarios. La distancia entre estos era de mil pies, de ahí su nombre.
Con la caída del Imperio Romano la vieja unidad dejó de ser aplicada y surgieron de nuevo los problemas. En España hubo intentos de unificación de pesos y medidas en tiempos de Alfonso X, Felipe II y Fernando VI, que quisieron imponer la vara castellana o la de Burgos.
Uno de los grandes pensadores de la gloriosa Universidad de Salamanca se preocupó del problema de las distancias y llegó a proponer una unidad para medir basada en el pie romano: Elio Antonio de Nebrija.
Con ayuda de un criado y una cuerda «que ni se estiraba ni se aflojaba», midió el espacio, «milla», que separaba dos «piedras miliarias» de la Calzada romana de La Plata, que aún no se habían descolocado. Obtuvo así la medida del pie romano. Aplicándolo a la longitud del circo de Mérida comprobó su exactitud. Quiso que su patrón del pie romano fuese colocado en la entrada de la Biblioteca de la Universidad de Salamanca, para su uso general. Al construirse la fachada plateresca se perdió. Se pretendía con ello evitar los abusos y equivocaciones que se producían por la variedad de unidades según cada ciudad y reino. Desgraciadamente no se hizo mucho caso de la idea de Nebrija, y cada sastre siguió midiendo con su propia vara.
A mediados del siglo XVIII en cada lugar se empleaba su distinta unidad de longitud, que se daba en leguas, varas, verstas, toesas, pies, millas… Era preciso un cambio y fue dado finalmente por la prestigiosa Academia de Ciencias de Francia poco después de comenzar la Revolución, instaurando el METRO como la diezmillonésima parte de la distancia entre el Polo y el Ecuador. Para precisarlo se hizo una meticulosa triangulación geodésica entre Dunkerque y Barcelona. Los científicos sufrieron diversos avatares bélicos pero finalmente pudo ser presentado y aprobado en 1795.
Se creó así el Sistema Métrico Decimal, que fue lentamente adaptado desde entonces por casi todas las naciones. Por supuesto, el METRO ha sufrido nuevas definiciones, acordes con el avance de la Ciencia, pero su patrón, en platino e iridio, se sigue conservando en París, merecidamente, como un monumento perenne a la inteligencia.