¡Mi pueblo! ¿Quién no tiene el pueblo de su alma? Aquel lugar en que nació, o en el que despertó a la vida, o… El sitio soñado, que tenemos siempre en nuestro pensamiento, aquel a donde queremos ir, todo paz, todo quietud, sin ningún ruido, ni dolor… Reviviendo aquella felicidad…
Yo nací en la capital, en su bullicio, y me crié en ella y con él. En MI BARRIO. Allí fui al colegio y tuve mis amigos, que han perdurado y son, hoy, los «Chisperos de San José«. ¡Ay! ¡De vez en cuando, uno se nos va!
Conservo los recuerdos de cuando iba por aquellas calles hacia mi colegio, solo o con algún camarada, sin peligro –¡no lo había!–, haciéndome, a mi pesar –ahora lo sé–, mayor. Sin coches aparcados por todas partes ni casi ninguno circulando. Y en el colegio aquel mapa de España, con sus provincias, que debíamos señalar con el dedo cuando el maestro, D. Vicente, nombraba cada una. Todavía puedo repetir aquellas retahílas nemotécnicas que aprendí de niño: «Pomanllohanmilimpapa» o los hijos de Jacob: Rubén, Simeón, Leví, Judá…, o algunas más. ¿Era malo aprenderlas? Ahora dicen que sí, pero a mí nunca me hicieron daño. Como tampoco me han pesado nunca las tablas aritméticas ni las oraciones cristianas que aprendí nada más llegar a aquella bendita escuela.
Si lo vemos desde el punto de vista del lugar de nacimiento, yo no tuve «mi pueblo», pero tuve «MI BARRIO», donde fui feliz. Hoy no existe, aunque subsisten las casas, barrido, en primer lugar por una ola de violencia juvenil que no permitía pasear tranquilo por las calles y, luego, por convertirse en el núcleo de la homosexualidad. Ahora es un barrio tranquilo y próspero, sí, pero que no tiene nada que ver con aquel que yo viví.
Pero yo también tengo MI PUEBLO. Es aquel al que me enviaban mis padres, el suyo, donde ellos nacieron, cada verano. Su vivencia en mi alma es tan fuerte como si yo también hubiese nacido allí. Muchas cosas se me han diluido, pero otras están frescas, como si hubiesen ocurrido ayer. Seguramente es así porque las casas de mis tíos se mantuvieron inalterables año tras año. El balcón de madera de mi tía María o el de mi prima Victoria, que parecía una gran habitación más. Los pajares donde me revolcaba en el heno. O la reguera a un lado de la calle, por donde circulaba el agua, o las fuentes por todas partes… Había una que era la que manaba mejor agua, fuera del pueblo, adonde iban las mozas con cántaros y los mozos, por supuesto…El toque de las campanas…
Y aquellos regatos, tan limpios, donde aprendí a bucear… Aquellas higueras de todo tipo, con sus frutos suculentos, que cogía directamente del árbol. Había tantas que eran menú para el ganado. Te encontrabas por los caminos con alguien que llevaba un cesto lleno y te decía: «¿Quieres un higo? ¡Que son para los cerdos!».
Al pie de la iglesia, en un bajo, estaba el cementerio viejo, que hacía mucho que no se utilizaba. Desde una poyata podíamos encaramarnos sobre la pared, que no era muy alta, y contemplar su interior. No había ninguna lápida y estaba todo invadido por hierbajos. Allí yacen mis abuelos, en aquella soledad inhóspita. ¿En qué punto preciso? No se puede saber.
La atracción por la muerte puede que sea algo congénito en los niños pueblerinos. No sé. Quizás lo sea, más bien, de todo el mundo. Un recuerdo que tengo muy vivo ocurrió un día en que había fallecido un paisano muy mayor y alguien de la pandilla propuso ir a verle. Me asomé por una ventana y, allí estaba, estirado en una tabla, con su traje de los domingos y unos zapatos relucientes. Fue como si un rayo me hubiese caído encima. Aquella rápida visión me causó muchas pesadillas y motivó mi rechazo y terror infantil ante la muerte, hasta que la sufrí en la madre de mi amigo Jesús, comprendiendo entonces que no hay que tenerla miedo, que no es más que una despedida terrenal…
Llegó un verano en el que aquellos niños del pueblo, casi todos algo mayores que yo, dejaron los juegos y trapisondas — dicen que yo era de los mas traviesos–, para ayudar en las faenas del campo. Me acerqué a las hijas de mis primas, y las convencí para que dejasen de jugar a las «cocinitas» y se viniesen conmigo en mis correrías por el campo, para cazar lagartijas, ranas y, una vez, hasta una culebra de agua. ¡Éramos el terror de los gatos! ¡Cuántas regañinas me llevé!
Ya con once añitos encontré el gusto por una bicicleta muy destartalada de un primo mío, con la que iba hasta una poza en el regato de Los Molinos, donde me bañaba a todas horas.
Después, ya adolescente, me dio por explorar a fondo la Sierra, llevándome la comida para aprovechar más la sensación de descubrir un nuevo mundo. Llegué a conocerla muy bien.
Pero el tiempo pasa sin parar y otros lugares llenaron mi hogar y mi vida. De vez en cuando sentía la añoranza por MI PUEBLO, pero ya no estaba yo solo. Un cuarto de siglo después de mi última estancia en él, volví y encontré poco cambiados el colegio y la iglesia. Y el viejo cementerio, tan abandonado como siempre. Pero el resto del pueblo sí había cambiado. Y mucho… Ya no existían los pajares de mis tíos, aunque aún había algunos balcones de madera…
¿Y ahora? ¿Cómo estará ahora el pueblo? Seguro que tan cambiado que no lo reconoceré. ¡Pero MI PUEBLO, aquel que amé y amo, estará siempre, siempre, dentro de mí, imborrable, eterno! ¡No quiero ver el cambio! ¡Ya no sería MI PUEBLO!