Opinión

Cocodrilos musicales

"Los Iberosuquitos Rock". (Dibujo de E. Jiménez dedicado al compositor mejicano Francisco Lozano)

 

[dropcap]H[/dropcap]asta hace poco únicamente conocía una melodía dedicada a los cocodrilos. Se trata de la cinematográfica «The leyend of the Croc» de Oliver Wallace, que tomó Walt Disney para acompañar al simpático  personaje que se comió la mano del Capitán Garfio en Peter Pan. Y también devoró un despertador que resonaba continuamente en su estómago… ¿Lo recordáis? Esa tonadilla no salió de mi mente con el tiempo…Y es que a mí aquel personaje me resultaba el más simpático en la película… ¿Por qué sería? Para que no estuviese solo busqué al cocodrilo en «El Carnaval de los Animales«, pero Camille Saint-Saëns se inspiró en la tortuga y en los fósiles, además de otras bestezuelas, pero se olvidó de este travieso reptil.

El cocodrilo de la película «Peter Pan». (Obsérvese que la piedra de la derecha parece el cráneo de un cocodrilo fósil)

Pero esa soledad crocomusical en mi mente se rompió cuando un músico mejicano, Francisco Lozano, me escribió diciendo que había compuesto un álbum llamado Crocodylia en el que las 24 distintas partituras están dedicadas a cada una de las especies de cocodrilos y caimanes que hay en el Mundo. En la música de cada pieza quiso reflejar los lugares donde viven estos reptiles. Así, por ejemplo, la composición sobre los cocodrilos del Nilo está inspirada en la música tradicional de Egipto; la de los cocodrilos cubanos es en estilo de música afro-antillana, y así sucesivamente pasando por Australia, India, el Amazonas, América del Norte, y todos los lugares donde hay cocodrilos o caimanes. Pero, vivos, en Europa están ausentes.

Por todo ello le escribí contándole mi vinculación a los cocodrilos fósiles del Terciario español, a lo que respondió con su curiosidad por saber cómo se había llegado a deducir, a partir de unos huesos, que el cocodrilo Iberosuchus era, además de corredor, «venenoso».

Reconstrucción del cráneo de Iberosuchus (foto cedida por Francisco Javier Ortega).

Me doy cuenta, ante la pregunta de este amigo mejicano, de que muchos de mis lectores se pueden haber hecho esta misma pregunta u otras parecidas y quizás no se hayan atrevido a decírmelo. Trataré de aclarar algunas de esas dudas.

Encontré dientes de cocodrilos casi desde el primer momento en que inicié mis investigaciones geológicas en las provincias de Salamanca y Zamora, allá por el lejano 1965. Pero no fui yo el primero que lo hizo, sino José Royo Gómez en 1922. La determinación genérica de estos reptiles fue variada, según el criterio de cada investigador, hasta que en 1975, Miguel Telles Antunes describió unos dientes de estas provincias españolas y también de cerca de Lisboa, como un nuevo género y especie, que llamó Iberosuchus macrodon.

Pero no era el único cocodrilo de los sedimentos eocénicos de Zamora y Salamanca. Además de los dientes con sierrecillas cortantes del Iberosuchus se encontraban unos puntiagudos como puñales, de Diplocynodon, y otros con tendencia trituradora, de Asiatosuchus. Y hay un cuarto género, Duerosuchus, descrito por Luis Alonso, padre e hijo, de aún no definido parentesco con los demás.

Junto a los dientes se encontraban placas u osteodermos. Los de Diplocynodon eran conocidos en Francia desde mediados del XIX. No así los otros. ¿A qué género había que atribuirlos? Dado que los dientes de Asiatosuchus sólo se encontraban en Zamora y no en Salamanca, resultó lógico pensar en una correlación. Quedaba el tercer tipo de osteodermo, completamente diferente de los otros dos, con una cúspide prominente en vez de ser plano, que, por deducción se atribuyó a Iberosuchus.

El descubrimiento de que este cocodrilo, Iberosuchus, era terrestre y no acuático se debe a Eric Buffetaut, a partir de la observación de la región proximal de un húmero. ¡Las patas delanteras de Iberosuchus no se proyectaban hacía los lados, como ocurre en los cocodrilos acuáticos, sino hacia delante!

Esta deducción aclaró muchas cosas y permitió pensar en otras. Si el animal era terrestre, su visión no debería ser periscópica, sino estereoscópica, para poder calcular mejor la distancia a que se encontraban sus presas. Esto fue corroborado en 1991 con el hallazgo de un gran fragmento de cráneo en las excavaciones que dirigí aquel año entre Cabrerizos y Aldealengua (Salamanca).

Pero faltaba la parte delantera del morro, en la que se deducen unos orificios nasales delanteros, no arriba. Y también tuve la suerte de vivir el hallazgo de ese vestigio en las excavaciones de 1993, en El Viso (Zamora). Del estudio pormenorizado de este gran reptil, depredador dominante de las selvas del Eoceno europeo, se han encargado Francisco Javier Ortega Coloma y sus discípulos, llegando a importantes conclusiones.

Después de esta fecha no hice más excavaciones. La gran labor restauradora de Santiago Martín de Jesús, que siempre estuvo a mi lado en las excavaciones y que ahora es mi sucesor al frente de la Sala de las Tortugas de la Universidad de Salamanca, permitió dos importantes deducciones. Una, la capacidad del Iberosuchus para atrapar, con las manos, tortugas que se estaban soleando en las orillas fluviales. Y otra, mucho más llamativa, de producir terribles infecciones al morder a sus presas.

Placa pleural de Allaeochelys sp. mordida por Iberosuchus, causando en la parte visceral una gran infección. STUS 15.923; Eoceno medio medio. Corrales del Vino (Zamora). (Fotos: Santiago Martín de Jesús)

¿Cómo se llegó a saber esto? Una placa pleural de la tortuga Allaeochelys apareció con una gran incisión bilanceolada, provocada sin duda por el mordisco de un Iberosuchus. En su cara visceral esta placa muestra una intensísima infección ósea.

Este extraordinario ejemplar, uno de los grandes tesoros de la Sala de las Tortugas, además de permitir reconstruir un episodio muy singular, permite ampliar el conocimiento de los hábitos de este cocodrilo terrestre: cuando era joven debía cazar mamíferos agazapado en la floresta, esperando que su presa estuviese a la distancia oportuna; debía iniciar una rápida y corta carrera ¡sobre las patas traseras! y saltar sobre su presa. Si no la enganchaba bien con dientes y garras, no importaba demasiado: bastaba un mordisco para que su baba inoculara algo infeccioso o anticoagulante a su presa, que se desangraba al huir. ¡No había más que seguir la pista que iba dejando!

Pero existen aún muchas preguntas por resolver. Por ejemplo: ¿qué función tenían las placas puntiagudas del Iberosuchus? Eso, y otras cosas, lo dejaremos para otro día.

Y no quiero terminar sin agradecer a mi amigo Francisco Lozano el haberme inducido esta ocurrencia. Su obra musical puede seguirse en detalle también como «Zarigüeya». Invito a mis lectores para que la conozcan. Y a él para que el terrible Iberosuchus, que desapareció hace unos 35 millones de años, le inspire alguna composición musical.

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