[dropcap]S[/dropcap]usana crecía feliz, rodeada del cariño de sus padres y de su hermanita, algo mayor que ella. Al otro lado del Tormes, en el barrio de la Vega, vivían sus abuelos en una casita familiar con un amplio patio con tomateras adosadas a las paredes.
En aquel patio las dos hermanas jugaban a menudo con sus primos, saltando a la comba o bailando el hula-hoop, juegos que hoy son casi etnográficos, borrados por las modernas tecnologías del móvil y de la tablet. Y todos crecían sanamente, sin obesidades, con los problemas normales que tenían, como siempre, los niños.
Y como era habitual entonces, un día les regalaron un pollito a los primos. Pero no era un pollito de gallina ni de pata, que era lo normal. No. ¡Era de pava! Aquel pollito fue el compañero de los niños mientras fue pequeño y cariñoso.
Pero –¡ay!– los pollitos crecen. ¡Bueno, y nosotros también, pero más despacio! Se hacen grandes y ya no juegan; se vuelven tragones y cochinos. Y dicen que los pavos, además, agresivos o malhumorados.
Aquel pavito creció y creció, convirtiéndose en todo un señor pavo. Ya no podía estar suelto por el patio, y le hicieron un corral para allí cebarlo sin que ensuciase todo.
Los niños perdieron a su compañero, que ahora les infundía respeto y lo veían y daban de comer a través de la rejilla. Pero un día, Susana salió al patio de sus abuelitos y se encontró con que alguien se había dejado la puerta del corralito abierta. Al ver al pavo, que ahora era enorme, gritó y salió corriendo perseguida por el avieso plumífero, que, sin duda, llevaba malas intenciones. ¡O a lo mejor, lo que quería era jugar con su antigua amita, vaya usted a saber! El caso es que aquella imagen del pavo, agrandada por el terror y por el ahuecamiento de sus plumas, quedó grabada en el alma de Susana para siempre, como un poso de pánico imborrable a las aves de corral.
Pasaron los años y Susana se convirtió en mujer y madre, pero su terror a pavos y gallinas no se le borró. Hoy es un «ÁNGEL DE A.F.A.«, eficientísima en su benemérita labor de ayuda a los enfermos y familiares de esa terrible pandemia de nuestro siglo XXI, el mal de alzhéimer.
Sí, amigos míos, sí. Susana padece alektorofobia, es decir, miedo a las aves de corral. ¿Por qué a esa manía le pusieron tal nombre, derivado del griego y no del latín? No lo sé, pero me imagino que es por algo parecido, pero al revés, a lo que ocurre con la ciencia que estudia los suelos, la edafología. En este caso el nombre en español, derivado del latín edafos, resulta indicadísimo, oponiéndose a como se denomina en otras lenguas, pero es que en griego al suelo se le llama pedos. ¿No creéis que en español es más apropiado dejarlo como edafología?
Pero volvamos a la «gallinofobia» o «alektorofobia», como prefiráis llamarla. He conocido a varias mujeres que la tenían. En un caso vi como el vello se erizaba ante la presencia de una gallina. Y dicen, yo no lo he visto, que puede producir vómitos o desmayos. Sin embargo no sé de ningún ejemplo masculino, que quizás esté oculto en los hombres. Opinan los psiquiatras que el origen de este padecimiento está en algún suceso ocurrido durante la infancia. En Susana no cabe duda de ello. Pero no sé si siempre es así.
Sé de otro caso similar. ¿Sabéis de quién? Pues de mi ángel particular, mi alegría, mi compañera, mi esposa: Pili. Y mira por donde, es cuidada por el otro ángel de esta historia, Susana.
Cuando era muy niña, un día Pili estaba en el pueblo de su madre, en sus brazos, cuando una tía se acercó con una gallina en las manos: «¡Mira qué bonito animalito!»- le diría, supongo. Pero al gracioso animalito no se le ocurrió otra cosa que arrearle un picotazo a Pili. ¡Menos mal que fue en la nariz, y no en un ojo!
Ignoro si la dichosa fobia que le quedó a mi ángel no fue acrecentada porque el relato de aquella historia fue repetido a la niña continuamente, cada vez que madre y tía se reunían. El caso es que Pili no podía ver una gallina cerca, y mucho menos si tenía el cuello pelado. Cuando por Navidad su madre tenía que pelar los clásicos pollos, se encerraba en su habitación para no verlo.
Pili creció y también, como Susana, fue mujer y madre. Y también como ella, tuvo siempre un infantil terror a las gallinas.
Cuando teníamos que pasar por en medio de un pueblo o de una granja, por las que andaban sueltas aquellas «monstruosas criaturas plumíferas«, Pili me cogía la mano y seguía adelante, como testimonio de su indomable valentía y de confianza de que a mi lado no le iba a pasar nada. ¡Pero ante un pavo o una gallina de cuello pelado se quedaba paralizada!
¡Gracias a Dios, ahora, en su mente feliz, ya no hay gallinas ni pavos que la aterroricen! ¡Se fueron para siempre! ¡Pero sigue buscando mi mano, como hizo durante toda nuestra vida! ¡No tengas miedo, mi amor, que aquí estoy yo para ahuyentarlos!
Pero… y a mí ¿quién ahuyentará de mi cabeza esos otros feísimos pavos, mensajeros de tan incierto futuro? ¡Esos sí que son pavos terroríficos!