[dropcap]H[/dropcap]ace unos días, manejando «facebook» –lo que no hago muy a menudo– encontré que alguien, no hace al caso saber quién, había descubierto una nueva ruta, llegando a un puente medieval en un paraje escondido, con las ruinas de un molino al lado.
«¡Caramba! -me dije. «¡Pero si es el puente Tal sobre el río Cual!«. Y pensé que el «internauta» se había sentido como si fuese Vázquez de Coronado o Stanley descubriendo un sitio nunca hollado por el Hombre Blanco, ofreciéndonos una información, para él preciosa. ¡Vana ilusión!
Muchos hemos tenido esa misma sensación de sentirnos exploradores en un mundo virgen. Y hemos amado nuestro descubrimiento, que no lo es tal. ¡Pero nos gusta imaginarlo! Lo que me da miedo es su difusión, no vaya a ser que ese hermoso lugar sea hollado, por cientos, por miles de pies, perdiendo todo el encanto de su soledad, de su silencio, sólo roto por el canto de las aves. ¡No! ¡No me gustaría llegar allí otra vez para disfrutarlo y encontrar un grupo de turistas vocingleros y ensuciadores de paisajes! ¡O sin gente, pero lleno de basuras y restos de sus comilonas! ¡No me gustaría! ¡No!
¿Queréis que os ponga un ejemplo? La Puente Mocha, cerca de Ledesma, o la Cascada de los Humos, ambas en la provincia de Salamanca. O la Playa de las Catedrales, cerca de Ribadeo, donde en verano hay que pedir día y hora para poderla ver. Pero hoy se pueden encontrar ejemplos, quizás no tan manifiestos, en cualquier municipio de España, porque todos, todos, tienen algún lugar encantador. ¡Todos!
Claro está que comprendo el interés económico que tienen los ediles por explotar esa riqueza turística, que buen dinerito deja, pero… ¡a mí no me gusta!
Quizás sea yo un bicho raro, pero en cuestión de excursiones, siempre me gustó más ir solo, y al decir solo quiero decir sólo con Pili. No es que no haya disfrutado de las salidas o andaduras con grupos de amigos, pero lo que se dice llenarme del paisaje, sumergirme en él, sólo lo logré con esa soledad.
Pero volvamos a lo del puente Tal sobre el río Cual. Era uno de los lugares a los que fui muchas veces. Pero mi inquietud me llevaba a plantearme cómo se llegaría desde otros pueblos, o a donde me conduciría el camino que salía del puente, o quise verlo desde aquel cerro, o lo que encontraría marchando por los altos de aquella orilla. Esa inquietud me hacía descubrir rincones inesperados: norias antiguas abandonadas, saltos de agua o remansos paradisíacos, afloramientos de rocas con relieves escultóricos fantásticos, laberintos arbóreos o pétreos, cobijos antiguos, eremitorios desconocidos, o, simplemente bellos paisajes…
Disponía de los mapas topográficos, que manejaba a la perfección, pero me parecía más aventurero prescindir de ellos hasta después de cada salida, resaboreando de nuevo sobre el papel el itinerario recorrido. Hoy es todo completamente distinto. Con el móvil o el GPS vas viendo previamente los misterios que te podías haber imaginado. O incluso te explican por donde tienes que ir para ver lo que otros ya han visto antes que tú.
Todo esto me lleva a una conclusión: ¡Qué bien lo he pasado viviendo sin las técnicas actuales! Tan bien lo pasaba que no me apetecía ir hasta las cataratas de Iguazú o del Niágara para contemplarlas rodeado de una multitud. ¡Qué paz sentía descansando al lado del puente Tal sobre el río Cual!