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Opinión

Lotería

Imagen de Tomppa Koponen en Pixabay

 

[dropcap]S[/dropcap]upongo que todos saben que la lotería es un juego de azar napolitano que trajo a España Carlos III, junto con los belenes y otras costumbres de aquel reino, donde fue rey antes de venir a España por el fallecimiento y sucesión de su hermanastro Fernando VI.

Inmediatamente el juego se hizo muy popular, calando intensamente en el siempre abierto corazón de Madrid. Surgió aquel dicho, «tirar la casa por la ventana«, por lo que hacían, literalmente, los afortunados que ganaban el premio «gordo» nada más ver colmados sus sueños por la fortuna.

No debió de pasar mucho tiempo sin que a alguien se le ocurriese hacer lo mismo a nivel extraoficial, organizando reuniones en las que se repartían unos cartones con unos números y con un «cantante» que los sacaba de una bolsa, donde estaban en unos cartoncitos, todos iguales: «sin trampa ni cartón«.

Imagen de Samuele Schirò en Pixabay

Éste fue el origen de aquel juego familiar que durante más de un siglo se llamó también «lotería», minimizado a veces en «loto», y que hoy todos conocen con el nombre de «bingo». Ignoro cómo nació esta palabra, que a mí me recordaba, en los primeros tiempos en que la escuchaba, las aventuras de Tarzán con su lenguaje inventado de los «gomanganis» y sus animales salvajes africanos. ¿Quién no ha tenido en su casa este juego, entreteniendo sus horas de ocio con la ilusión de ganar algo, material o espiritual, por el acierto de los numeritos de su cartón, en línea o completo?

Una conversación telefónica con una amiga, el otro día, me hizo volver a aquellos tiempos pasados. No podía atenderme por tener que distraer a sus nietos, entusiasmados con el juego. Pero mi amiga no sabía nada de los «alias» de los números. No sabía nada de aquello de «la niña bonita«, «la mala pata«, «los dos civiles«; nada…

Nuevamente se abrió mi baúl de los recuerdos y espero que el vuestro con lo que voy a contar.

Cuando yo era niño algunos domingos mis padres me llevaban a visitar a una prima suya —Cayetana se llamaba–, que vivía cerca de la famosa ermita de San Antonio de La Florida. Sí, aquella de la pila de agua bendita donde las modistillas echaban sus alfileres el día del Santo; aquella donde están los maravillosos frescos de Goya.

Todos juntos nos dábamos una vuelta por las orillas del Manzanares, aquel «aprendiz de río» que de vez en cuando crecía sorprendentemente, inundando todo a su alrededor. Entre el río y la Casa de Campo, todo eran descampados, lo que se llamaba la «pradera de San Antonio», como había también, aguas abajo, la pradera de San Isidro con su milagrosa fuente. Hoy están completamente olvidadas, barridas por la especulación y construcción de viviendas, sólo recordadas por los cuadros de Goya. Pero entonces eran muy concurridas, sobre todo cuando se festejaban las celebraciones de sus Santos.

Al cruzar el puente de la Reina Victoria, mi madre siempre contaba que a su pie había unos «chiringuitos» (no recuerdo cómo se llamaban entonces) que durante las «verbenas» eran pistas de baile y jolgorio, pero que eran de muy «mala nota» porque solía haber disputas que se resolvían a puñetazos. Las verbenas de San Antonio eran muy animadas, con sus puestos de churros, golosinas y sus atracciones de feria…

Pasado el puente, en la pradera se organizaban reuniones de «lotería», en las que la gente se sentaba en el suelo, compraba un cartón por unos céntimos y probaba su suerte, cubriendo los números cantados con piedrecitas. Había sus vigilantes por si aparecían los guardias…

Y aquí es donde brillaba la gracia madrileña. Muchos números tenían su complemento, su alias. Os voy a citar algunos:

El 1: el «recién nacido«.  2: los «mellizos«.  3: la «trinidad«.  4: las «esquinas«.  5: la «mano«.  7: la «semana«.  8: el «mambo» o el «churro«.  11: los «dos palitos«.  12: los «huevos«.  13: la «mala pata«.  15: la «niña bonita» (dicen que se puso así en honor de Isabel II cuando cumplió esa edad).  16: el «mayor de edad«, aludiendo a que a esa edad te daban el carnet de identidad).  22: los «dos patitos«.  24: las «horas del día«.  25: el «cuarto de siglo«.  28: el «febrerillo«.  29: el «bisiesto«.  33: la «edad de Cristo«.  43: el «borrachín» (por una célebre bebida espirituosa de este nombre).  44: los «dos torcidos«.  55: los «dos civiles«.  69: el «capicúa«.  77: las «dos hachas«.  88: los «dos churros«.  90: el «abuelo«, por ser el último. Es posible que hubiese más, que no recuerdo…

Imagen de FABIANNE SIBBIO en Pixabay

Estas «loterías» clandestinas y ambulantes no eran privativas de la pradera de San Antonio. Las había en otros descampados de la antigua periferia de Madrid, hoy borrados totalmente del mapa…

En mi casa jugábamos a menudo a este juego inocuo, que servía a los niños para agilizar su trato con los números y para acostumbrase a ordenarlos. Con él entretuve a mis hijos y nietos…

Y como aquellos «cantantes» de la Pradera de San Antonio, no decía el número, sino su apodo. Todos sabían lo qué querían decir. ¿No podrían hacer lo mismo hoy, en las salas de bingo? ¿Qué ocurriría?

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