[dropcap]A[/dropcap] la mañana siguiente Elvira –Ervigio–, con la cabra que le regaló Tomás, pasó por las casitas de San Pelayo y por la cruz erigida por los monjes extranjeros al lado de la ermita del Niño Mártir. Siguiendo las indicaciones del pastor se desvió hacia los escarpes que se vislumbraban desde Mediomundo. Al llegar a ellos no la fue difícil encontrar varias oquedades que podían ser usadas como habitáculos. Algunas tenían en la entrada una acumulación de bloques de piedra, como si hubiesen formado una valla protectora. Feliz por el hallazgo, Elvira escogió una para instalarse e inmediatamente comenzó a barrer el suelo y a organizarse.
Al limpiar las paredes apareció una cruz y otros signos cincelados en la roca. ¡Sin duda estaba en un eremitorio abandonado!
En los siguientes días Elvira dispuso que en el abrigo que había escogido se viviese en unas condiciones aceptables. Hizo un corralito para la cabra y, en el exterior, colocó las piedras para hacer una pared delantera, dejando un portillo que podía cerrar con ramas. Preparó un pequeño huerto cercano a un manadero. Excavó en las paredes unas hornacinas para guardar las pertenencias y bolsas con las hierbas que iría recolectando.
Pronto se dio cuenta Elvira de que, tanto el bosque del valle como el de las alturas brindaban muy buenas posibilidades de mantenimiento. Y agradeció a su madre, curandera en tierras toledanas, los conocimientos herborísticos que la había enseñado, herederos de una vastísima cultura judeo-andalusí. Organizó su vida dedicando un tiempo a la limpieza del recinto y al huertecillo, otro a la búsqueda de sustento y el resto a la oración.
Con el tiempo fue ampliando su área de movimiento y fue así como conoció a otros eremitas de aquella zona. Eran tres: Juan, Pedro y Miguel. Habían organizado su vida penitencial de un modo parecido al de Elvira, con una parte del día para la búsqueda de alimentos. Ellos no sabían tanto de plantas como Ervigio, pero se les daba muy bien cazar con trampas, e intercambiaban alimentos y se ayudaban cuando lo necesitaban.
Un día Juan se presentó ante el eremitorio de Ervigio, llevando a cuestas a un desconocido. Se trataba de un vecino de San Pelayo que iba hacia Zamayón. Se había sentido muy mal y fue encontrado por Juan casi desvanecido, con fuertes dolores en el vientre. Como intuía el don curativo de Ervigio, pensó que a lo mejor podría aliviarle.
Ervigio le palpó el vientre y dedujo que se trataba de un cólico. Inmediatamente le preparó una cocción con una mezcla de hierbas que le dio a beber y aplicó un emplasto caliente en la zona dolorida. El remedio resultó eficacísimo y después de un descanso reparador se levantó restablecido. El hombre no sabía cómo agradecer a Juan y a Ervigio lo que habían hecho por él y pudo proseguir su camino. Pero al cabo de unos días se presentó ante el eremitorio de Ervigio para regalarle una gallina.
Pero no paró aquí la cosa. Aquel buen hombre proclamó en San Pelayo y en Zamayón el don del ermitaño y en cuanto padecían algún mal, hombres y mujeres acudían a él para que les curase. Y siempre llevaban alimentos o algún pollo u conejo…
Con los rezos y las consultas Elvira se sentía feliz. Pero no todo eran mieles. Un día se presentó corriendo un chiquillo que traía un recado urgente: debía ocultarse y no hacer ningún ruido ni humo. Habían llegado los recaudadores que podían requerirle su contribución forzosa, e incluso llevárselo como mesnadero para la guerra. Siguiendo el consejo, Elvira cerró con piedras la entrada del eremitorio y se encerró dentro, tapando la cabeza de la cabra para silenciarla, hasta que le avisaron de que había pasado el peligro… Pero Pedro no tuvo tanta suerte. Le habían encontrado en el bosque cuando la tropa se dirigía a Zamayón y le habían apresado para llevarlo a Ledesma y de allí sabe Dios donde…
La vida continuó después de este suceso, pero las estaciones eran imparables y al otoño siguió un invierno crudísimo, con nevadas como no se recordaban. Pero gracias a su previsión, Elvira tenía reservas de comida y leña para poder subsistir un largo asedio.
Hacía muchos años que los lobos de la sierra de la Culebra no bajaban tanto hacia el sur, pero ahora se les oía aullar en las noches. En cierta ocasión resonaron muy cerca, aterradores. ¡Y al cabo una gran algarabía de gruñidos y rugidos indicó que habían cazado algo! Pocos días después Elvira sintió que se estaban aproximando, que olfateaban al otro lado de la cerca e intentaban penetrar, escarbando, en el eremitorio. Llena de pavor, pero muy consciente del peligro, avivó el fuego y con ramas encendidas defendió la entrada. Al fin los lobos se retiraron, vencidos…
Pero las nevadas invernales no cesaban. Las provisiones menguaban, menguaban, menguaban… Y la nieve caía, caía, caía…
Al fin llegó, repentinamente y con fuerza, la ansiada primavera. Alguien recordó a los eremitas del valle y acudieron para socorrerles.
Lo que encontraron fue desolador. En el eremitorio de Juan encontraron sus restos esparcidos entre manchas de sangre. ¡Los lobos lo habían devorado! A Miguel lo hallaron muerto, de hambre. Sólo Elvira estaba aún viva, aunque inconsciente. En unas parihuelas la llevaron a la aldea, donde unas caritativas mujeres se encargaron de atenderla. ¡Y entonces descubrieron que era como ellas!
Todos quedaron sobrecogidos por la sorpresa. Algunos pensaron que se trataba de un milagro y que un nuevo ser había renacido tras la muerte. Cuando Elvira se recuperó confesó que siempre había sido mujer, aunque ocultando los detalles de su viudedad, pero los aldeanos insistieron en lo del milagro, olvidando la previsión de ella al almacenar frutos secos durante el otoño y al hecho de que era el único eremita que tenía carne que comer.
Se inició una época de prosperidad en la aldea. El supuesto milagro y el don curativo de Elvira hizo que muchos campesinos de la comarca acudiesen a ella para aliviar sus males e incluso para pedir consejo, suponiéndola como enviada del cielo. Algunos se llevaban un trozo de su ropa como reliquia, que le cogían mientras ella oraba extasiada en la capilla. Quiso reanudar la vida penitente en su eremitorio, pero los sampelayenses no se lo consintieron.
Y así fueron pasando tranquilamente los días, hasta que…