[dropcap]D[/dropcap]esde siempre ha sido costumbre en este pazo que mientras está naciendo un nuevo miembro de la familia, el padre esté plantando un arbolillo. Se trata de una tradición muy antigua, entroncada con ritos ancestrales, según parece. No hace daño a la Fe y la Iglesia de Dios Nuestro Señor lo permite. Debe ser el padre de la nueva criatura quien lo riegue la primera vez con agua bendita, traída de la vieja Ermita de la Virgen.
«Ese árbol natal protege al nuevo retoño durante toda su vida, de modo que nada malo le puede pasar mientras esté dentro de la heredad…
«Y dicen que casi todas las muertes de los que tienen su árbol natal se han producido fuera del pazo, en las guerras en las que hemos estado metidos siempre los españoles, y siempre lo hicieron con honor…
«Vuestro bisabuelo también cumplió este rito plantando un sicomoro, y aunque se sintió un poco decepcionado al saber que lo había hecho para una niña, pronto sintió el natural cariño por la propia sangre. Y más cuando su esposa finó tan pronto, la pobrecilla…
«Mi madre se hizo cargo de la niña, tratándonos a las dos, a mí y a ella, como si fuésemos ambas sus hijas, salvando el respeto que al rango de Su Excelencia correspondía, ¡por supuesto!
«Vuestra abuela, en cuanto supo andar, mostró una obsesiva predilección por aquél rincón del jardín. Allí, a la sombra del sicomoro, aprendió a leer. Se empeño en que nuestro maestro, don Telesforo, tenía que enseñarla allá, y no hubo forma de vencer su obstinación. ¡Buena era ella! Yo la acompañaba a todas partes y compartía sus juegos, peleas y alegrías.
«Como única amiga de su infancia, muchas veces la sorprendí hablando con el árbol. Un día –tendríamos unos once años– me dijo que recibía respuestas, que conversaba con ella. -«¿Y qué te dice? –pregunté yo. -«Pues de todo… Del tiempo que va a hacer, de la luna… del campo… de todo» –respondió.
«Por supuesto, yo no me lo creí… Serían fantasías, como las que yo misma me inventaba. Pero la seguí el juego, y ello fue convirtiéndose en una costumbre, años y años.
«Y fui confidente de que al árbol también le contaba sus problemas y que era éste quién la aconsejaba. Cuando la Señora estuvo en edad de ser cortejada, procuraba llevar a sus galanes a la sombra del sicomoro –para ver el paisaje, decía–, pero, en realidad, era para preguntarle al día siguiente su opinión sobre el pretendiente. Y me dijo que fue el árbol quien escogió al abuelo de vuesa merced.
«Pasaron los años. En el 8 los franceses invadieron España e incluso quisieron imponernos un rey. Respondimos como era menester: ¡la guerra! Y esta vez, más infernal que nunca… No había tregua ni cuartel… Vuestro bisabuelo fuese con el ejército del gran Castaños y murió en Bailén tan dignamente como todos sus antepasados. Vuestro abuelo estuvo en Zaragoza, lo llevaron a Francia, escapó y participó en muchos encuentros y batallas en aquella cruel contienda…
«Un día llegó al pazo la noticia de que los franceses estaban muy cerca. El pueblo, que sabía que aquellos bandidos –pues no otra cosa eran– mataban y robaban todo, escapó a los montes. Muchos hombres, a campear con el Curita. Las mujeres, a las fragas y molinos, con las criaturas.
«Sólo la Señora dijo que se quedaba, que no abandonaría el pazo. Yo tuve miedo y huí, para mi vergüenza. Mi padre, ante aquél arranque de valor femenil, optó por permanecer con ella, para defenderla, dijo. ¡Pobre!. ¿Qué podría hacer él solo contra aquella chusma…?. Y aunque vuestra madre insistió una y mil veces en que se marchase, él respondía siempre que nunca sin ella.
«Salimos del pueblo por la Puerta de Poniente y por el lado opuesto entraban ya los franceses, que en su saña destrozaron todos los enseres de las abandonadas casas, haciendo honor a su fama vandálica.
«Y el pazo fue hollado por un destacamento galo, a cuyo mando iba un oficialillo petulante y soez. La Señora lo recibió con el pan y la sal de siempre, ante la gran sorpresa de aquellos piratas, que mancillaron nuestros aposentos, vaciaron lo que quedaba de la despensa, mataron los animales que no pudieron llevar… Al final, descubrieron la bodega, pese al cuidado con que se había ocultado la entrada…
«Pronto estuvieron todos borrachos, con lo que aumentó -aún más, si cabe– su vesania. El oficial y tres de sus esbirros, enloquecidos por el bestial deseo, buscaron a la única hembra a mano…, a vuestra abuela.
«Ella, desde el momento que comprendió que la bodega iba a ser asaltada, supo lo que iba a ocurrir y se refugió en el jardín.
«Allá fue a buscarla el oficial, seguido entre grandes risotadas por sus secuaces, coreado por el resto de la tropa que aún se tenía en pie.
«Se encontraron con mi padre, que cumplió como español y como hombre, defendiendo con sus puños a su ama. ¡Qué poco duró, frente a los sables y bayonetas que acabaron con su vida!
«Ya estaba la Señora sola frente a aquellos salvajes… Perseguida, corre a la sombra de su árbol…
«Ya están allí. Ella le abofetea, digna y altiva. Él, ciego de rabia, la golpea, la abraza… Acerca su boca babeante y apestosa de vino al rostro de ella…
«Y en ese momento las ramas del sicomoro se doblan a su altura, golpean el rostro del miserable, le aprisionan y levantan en el aire…
«La misma suerte corren los que tratan de ayudar a su jefe. Los demás escapan espantados de allí, mientras resuenan los horribles gritos de agonía de los sentenciados, aplastados por el abrazo vegetal y arrojados con desprecio al fragoso barranco…
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– Querida Aya, según hablabas lo iba recordando palabra por palabra. ¡Era lo mismo que me contaste de niño! ¿No es así? Pero… ¿lo que te pidió la abuela que no dijeses mientras ella viviese…?
– Eso… viene a continuación…
1 comentario en «La furia del sicomoro»
Preciosa entrada y magnífico el poema de la entrada anterior que culmina una historia a la vez épica, tierna y muy emocionante.¡Enhorabuena amigo!