[dropcap]M[/dropcap]aría José tuvo un profesor de arte que además de sus saberes trasmitía a sus alumnos amor a Salamanca, Rafael Lainez Alcalá. Oírle era una delicia, era un genio. Deslumbrado por el arte y por la cultura salmantina, no se conformaba con explicar en el aula, muchos días se llevaba a los alumnos a visitar los monumentos salmantinos, y en plena calle les explicaba el románico, el gótico o el barroco. En uno de esos paseos visitaron el Huerto de Calisto y Melibea, donde les enseñó el árbol del amor, les hizo agarrarse de la mano haciendo un corro y cantar canciones amorosas.
Aquella tarde, al salir de paseo como todos los días, mi novia me contó la experiencia con todo lujo de detalles y me llevó hasta el lugar donde una tapia separaba el frondoso jardín que se insinuaba detrás de la puerta que cerraba a la calle del Arcediano.
Cuando llegué a la alcaldía me propuse recuperar el jardín y para eso busqué a su dueño que vivía habitualmente en Valladolid. Se trataba de una persona mayor, profesor jubilado de exactas, el señor Peña Mantecor. Le visité en Pucela y le planteé de sopetón el interés del Ayuntamiento por la adquisición del jardín y la casa. La primera reacción del dueño fue la de negarse a la venta. Me llegó a decir que en aquella casa pasaba los veranos con su mujer e hijos y que desprenderse de la propiedad no iba a ser comprendida por su familia. Reconozco que le presioné diciéndole que la ciudad no podía prescindir de uno de los lugares literarios por excelencia de España. Cedió y nos vendió el Jardín de Calisto y Melibea. Se trata del espacio que ocupó el Palacio del Arcediano, del que solamente se conservaba el pozo, el aljibe y la portada de entrada blasonada. En el huerto había olivos, manzanos, membrilleros, ciruelos y cuantos árboles frutales se crían por estos lares. Encargamos la recuperación como huerto y no como jardín, en el que hubiera manzanilla, alcachofas o parras y, por supuesto, flores.
— oOo —