Opinión

Duendes

[dropcap]E[/dropcap]n estos días de invierno suelo salir al campo a horas intempestivas. Y por intempestivas entiendo esas horas en las que en el campo es raro encontrarse con alguien y los animales parecen sentirse un poco más desahogados y libres.

Son las horas en las que el común de los bípedos implumes (que diría Platón), al menos en nuestro ámbito cultural y geográfico, están comiendo o se disponen a echarse la siesta si pertenecen a esa secta epicúrea e inteligente de los siesteros.

Esta secta, tan coherente y bien avenida con nuestra cultura, ha sufrido un implacable retroceso en su número e influencia por la presión de la cultura anglosajona (y además neoliberal) que hoy domina nuestras vidas, y que es la que impone el canon aberrante de la globalización tecno-mercantil.

Si los héroes de esta costumbre bendita y saludable siguen disminuyendo, es posible que la siesta junto a la dieta mediterránea pasen a ser meros reclamos turísticos de cara a los forasteros, pero poco practicados por los propios autóctonos.

Pero volviendo al hilo de lo que quería contar: El haber adoptado este ritmo intempestivo e inusual de ejercicio y disfrute placentero del campo, tan a la contra de los horarios convencionales y más concurridos, obedece a varias razones.

Por un lado mi calendario de trabajo me lleva a realizar con regularidad periódica turnos nocturnos de los que uno sale literalmente para el arrastre (término este que debe ser de origen taurino) y que te llevan directamente, una vez retornado a casa, a la cama y al sueño profundo en fase REM.

Esta fase del sueño, cuya denominación REM proviene de ciertos «movimientos laterales de los ojos», no solo nos hace soñar (con ensueños) sino que además parece ser especialmente eficaz a la hora de recomponer las energías gastadas. Si además podemos recordar los ensueños, que es lo que muchos deseamos, miel sobre hojuelas.

Esto de recordar o no recordar los ensueños, o incluso la posibilidad de confundir lo soñado con lo realmente vivido, al no poder discernir con claridad su momento en el tiempo biográfico (¿ha sido durante el sueño o durante la vigilia?), daría para hablar o especular un rato largo, pero dejémoslo para otro momento, considerando que el precedente de esta duda ya existe en el mismo Calderón de la Barca y su vida es sueño.

Queríamos decir, y a eso vamos, que cuando uno despierta, más o menos reparado y recompuesto de esta siesta del burro, la mañana ya está muy avanzada, y entre ducha y desayuno tardío es casi la hora del vermú.

Es entonces cuando tonificado el cuerpo y la mente, uno se pone esa ropa cómoda y discreta de campo, agarra la mochila con los enseres de costumbre, entre los que no pueden faltar los prismáticos, el teléfono móvil y las gafas de lectura, y coge esos caminos de Dios que de una patada te meten en pleno campo.

Otra ventaja añadida de este horario es que en estos tiempos de helada y cielos despejados, a esa hora el hielo ha cedido en su rigor y bajo un cielo de azul prístino hay casi un barrunto de primavera.

La temperatura más benigna, el sol en nuestra piel, y el ejercicio alegre del caminante, que activa nuestro metabolismo, nos proporciona una dosis de vitalidad y confort que ya nos dura el resto del día.

Cuando uno despierta, más o menos reparado y recompuesto de esta siesta del burro, la mañana ya está muy avanzada, y entre ducha y desayuno tardío es casi la hora del vermú

He de decir que vivo en un pueblo, próximo a la ciudad de Toledo y puerta de entrada a la comarca de los Montes (de Toledo), y que disfruto de un entorno en el que la naturaleza aún conserva mucha de su pujanza y belleza. El campo está al lado de casa y se llega a pie, lo cual es de agradecer y lo intento aprovechar.

Dicho esto, y a pesar de que la caminata campestre es desde hace tiempo una de mis rutinas preferidas, aún me sorprenden y me entusiasman como a un niño ciertas apariciones que tienen la cualidad del ensueño o el color de los cuentos infantiles. Por ejemplo:

Hace pocas semanas, y mientras hacía una de estas rutas campestres, en el entorno del embalse de Guajaraz, atravesó el camino que llevaba, veinte metros por delante de mí, un espléndido zorro que parsimonioso se dirigió hacia mi derecha para adentrarse y perderse en la espesura.

En esa hora poco concurrida y cálida el animal caminaba tranquilo y despreocupado, lo cual me permitió contemplarlo a placer. Parece algo sin importancia, ya lo sé, pero aún lo tengo en la retina, de la misma forma que aún conservo en la memoria los cuentos de Perrault y los hermanos Grimm que mi madre nos contaba cuando éramos niños.

Era su forma de hipnotizarnos para que el desayuno nos entrara sin rechistar y casi en estado de trance. De manera que no era el desayuno lo que mis hermanos y yo veíamos delante de nosotros, sino el Bosque en el que Pulgarcito se perdía o las transformaciones antropomórficas del lobo de Caperucita.

Y asocio aquella visión del zorro perdiéndose en la espesura con el recuerdo de aquellos cuentos infantiles, porque comparten una resonancia mítica o mágica que sería inútil intentar explicar.

Abundando en el asombro (toda poesía es asombro renovado), hace apenas tres días y mientras caminaba por los mismos parajes, un pequeño ruido a mi diestra me hizo desviar la mirada hacia ese lado y puede ver a 10 metros de mí un par de corzos que saliendo de la hondonada me adelantaron por la derecha (no entienden de normas de tráfico), se pararon un momento como dudando si venirse hacia donde yo estaba, y luego ya definitivamente resueltos emprendían ágil y elástica carrera hacia delante cruzando el camino que yo llevaba veinte metros más allá.

Los duendes siguen ahí, muy cerca de nosotros, y es una Naturaleza bien conservada la que los produce.

Digamos a modo de posdata que los antiguos tenían una percepción de la Naturaleza y de los animales que luego ha sido de alguna forma recuperada con acierto. Y así sobre el término arriba mencionado para definir (o clasificar) al hombre, “bípedo implume”, Diogenes Laercio hablando de Diogenes de Sinope, el cínico, en su “Vida de los filósofos ilustres”, refiere lo siguiente:

“Habiendo Platón definido al hombre, Animal de dos pies sin plumas, y agradadose de esta definición, tomó Diogenes un gallo, quitóle las plumas, y lo echó en la Escuela de Platón, diciendo Este es el hombre de Platón. Y así se añadió a la definición, con uñas anchas”.

Para las resonancias míticas o simplemente más humanas de nuestra relación con los animales también es de grata lectura otro clásico: Claudio Eliano y su “Sobre la naturaleza de los animales”.

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