[dropcap]A[/dropcap]penas hace tres semanas, el 14 de junio, nos dejaba Fernando Mayoral. Con su muerte desaparece una generación de artistas gloriosa para la escultura salmantina. En poco más de un lustro se nos fueron todos: en mayo Ángel Mateos, Severiano Grande hace un año, Venancio Blanco en 2018 y Agustín Casillas a finales de 2016.
Fueron cinco escultores extraordinarios, a los que unía su origen salmantino y la coincidencia en el tiempo de su madurez artística. Venancio Blanco, que disfrutó de la mayor consideración, se formó en el contexto de las vanguardias y su obra evolucionó hacia un neofigurativismo muy personal, con un manejo increíble de los vacíos en el bronce. Su escultura se centra en lo castizo, con predomino de los temas taurino y religioso. Ángel Mateos, otro gran escultor, no ha alcanzado sin embargo el reconocimiento exigido por la magnitud de su obra y el mérito de explorar como nadie las posibilidades en el empleo del hormigón.
De Severiano Grande nos queda su dominio de la talla directa en las piedras más duras, siguiendo un poco la estela de Mateo Hernández y manejándose con solvencia en la figuración y la abstracción. Salamanca le dejó a deber un medallón en la Plaza Mayor. Resulta inconcebible que el mejor con la piedra no dejase su firma en el ágora salmantina. Es cierto que Jesús Málaga lo intentó, pero la integridad del escultor le impidió aceptar una designación directa, sin concurso público de por medio. ¡Con todo lo que llegó después! Casillas manejó con desenvoltura la piedra, el hormigón y el bronce, con el que demuestra la exquisitez de su modelado. Su obra se concentra en Salamanca y por eso no tuvo la resonancia exterior de los demás, aunque eso no limita su valía como artista.
Mayoral fue un hombre extraordinario con el que tuve la suerte de compartir muchos y buenos momentos desde que en 1990 recibió el encargo de realizar, para la Cofradía de la Vera Cruz de Zamora, el paso de la Santa Cena. Fue una obra de gran envergadura realizada en el tiempo récord de un año. Aquellas visitas a la Facultad de Bellas Artes fueron el comienzo de otros muchos encuentros, ya en su estudio de La Vellés o en eventos de lo más variado. Entonces aparecía como era él, un hombre sencillo, cultivado y seguro de su talento como creador, sin necesidad de reivindicarlo, porque era obvio. Su testamento artístico quedó reflejado en las últimas obras, el Vicente del Bosque de la plaza del Liceo y el Cristo de la Humildad, ubicado en la iglesia de San Martín. La escultura monumental y la religiosa concentraron lo mejor de su obra y con dos de ellas concluyó su itinerario creativo. Y con él nada quedó pendiente, pues dejó muy buenas esculturas urbanas y el débito que escocía, su ausencia en la Semana Santa, fue saldado in extremis gracias a la Hermandad Franciscana.
Sin Mayoral nos queda sensación de orfandad. La generación anterior, surgida en la posguerra con la escuela de imaginería de Salamanca, tuvo continuidad con estos cinco grandes, a los que debería sumarse el malogrado Núñez Solé, fallecido prematuramente en 1973. No será fácil reunir nuevamente un grupo de escultores de esta categoría.