[dropcap]P[/dropcap]or las mañanas suelo tomarme la medicina. No siempre, solo cuando el tiempo me lo permite, no crean. La medicina consiste en hacer una ruta senderista que me ayuda eliminar los tóxicos acumulados merced a un trabajo laboralmente penoso (aunque vocacionalmente gratificante), nocturno y a destajo.
Casualmente nuestros gestores neoliberales de esta sanidad autonómica, a nuestro trabajo nocturno no lo consideran nocturno, aunque incluya toda la noche. Cosas de la posmodernidad neoliberal y de unos sindicatos al servicio de su amo, no de los trabajadores.
La otra mañana, durante la ruta desintoxicadora, me topé con un grupo de alumnos infantiles acompañados y guiados por sus maestras y maestros. Es raro porque en las rutas que suelo hacer, bastante montaraces, es poco habitual toparse con alguien. Toparse con uno o dos (y hablo de personas humanas) ya es una rareza. ¡Bravo por esos maestros!
Y ¡Bravo por esos alumnos! Probablemente no olvidarán esa experiencia.
Una de las lecciones que mejor recuerdo de mis primeros estudios (y son varias las que aún recuerdo) es aquella excursión en que nuestros maestros nos llevaron a conocer y visitar el Monasterio de Yuste, donde el emperador Carlos V se retiró cansado por el peso de los años y el poder, que fue mucho.
Los niños que me encontré en aquella ruta que digo me saludaron como yo de niño saludaba a los adultos. ¡Qué raro es hacerse adulto cuando aquel niño que fuimos sigue dentro de nosotros! Pero claro, uno ya tiene canas en la perilla y los niños te consideran algo así como un viejo respetable.
Para quien guarde buenos recuerdos de sus maestros y de su infancia (como es mi caso) recomiendo un libro entrañable (yo lo leí hace ya muchos años en la colección Austral, y luego lo he releído): «Recuerdos de niñez y mocedad», de Miguel de Unamuno.
Por la tarde también me tomo la medicina. Igualmente solo cuando el tiempo «libre» me lo permite. Es una medicina distinta que compensa con su sosiego el ejercicio de la primera.
Dedico un rato de ese tiempo que llamamos «libre» (y que tanto odian los neoliberales, que nos quieren cual vacas estabuladas productoras de leche) a escuchar música. Pero no distraídamente, como si fuera un «hilo musical», esa forma de escucha que Ortega y Gasset abominaba, sino concentrándome en la música, siguiendo con atención el ritmo, las frases, las ondulaciones, los misterios o realidades que la música sugiere.
Puede ser clásica, puede ser jazz, o puede ser también un podcast, por ejemplo los de ese magnífico programa de Radio Clásica (RNE) llamado «Rumbo al Este», que dirige de forma magistral y poética Maja Vasiljevic.
Unas veces disfruto con Nenad Vasilic, y otras con Miles Davis, unas con John Coltrane, y otras con Renaud García-Fons, Anouar Brahem, Bach o Vivaldi. Hay donde escoger.
La música, dicho sea de paso, tiene algo de misterio indescifrable, eterno y trascendente. Efectivamente tiene vínculos muy estrechos con la poesía, de eso no cabe la menor duda. Yo me sigo quedando perplejo ante el hecho de que un movimiento físico de la materia (ese reverberar de los átomos del aire en nuestro tímpano) produzca tal variedad de movimientos del alma (o del cerebro), cuya paleta de colores y matices, parece inagotable.
No solo eso, sino que este lenguaje sin palabras parece informarnos de realidades que no es posible expresar de otra forma, realidades inefables, o incluso trascendentes, si es que podemos llamarlas así, considerando que la materia (o la energía) no se crea ni se destruye, solo cambia de sitio, de manera que hasta lo más trascendente podemos incluirlo en este círculo doméstico que al mismo tiempo es cósmico. Un misterio más de esos que nos mantienen vivos y despiertos.
Advertencia: no he detectado ningún efecto secundario de índole pernicioso en estos fármacos que yo, en ocasiones de pura libertad, me administro por la mañana y por la tarde. Cada cual es muy libre de buscar sus propios remedios.