Cuando miro al pasado más reciente, observo que la afición a la fotografía me ha abierto puertas de complicado acceso si no estás vinculado a su entorno. Me refiero a talleres de artistas relevantes, en este caso hablo de escultura. No he tenido relación personal con estos artistas más allá de la visita, pero puedo decir que de todos conservo alguna anécdota y un recuerdo agradecido.
He podido visitar el taller de Severiano Grande en dos ocasiones, en alguna más el de Fernando Mayoral y en una ocasión, el taller de Ricardo Flecha. Siempre he ido de la mano de personas allegadas al artista por razones profesionales o personales, con el propósito de hacer fotografía. Nunca ha habido negativa o inconveniente para acceder a su intimidad profesional.
He visto auténticas obras de arte fotográfico de aquellos que empezaron mucho antes que yo en la cosa del carrete, reportajes en el taller Mateo Hernández, Casillas, Mayoral, Severiano o Venancio Blanco. Reportajes realizados de tú a tú con la complicidad de dos artistas asomándose a la cámara, y puedo asegurar que cuando se consigue que la cámara sea puente entre dos miradas y no obstáculo, surge la magia.
En estos días se conmemora en Salamanca el centenario del nacimiento del escultor salmantino Venancio Blanco y se han organizado dos exposiciones paralelas, una de pintura en la sala de exposiciones del Palacio de la Salina con primeras firmas locales de reconocimiento nacional e internacional, y otra de fotografía en el Casino de Salamanca en la que han participado catorce fotógrafos locales amateur y profesionales; en esta última echo de menos la aportación fotográfica femenina, hay que actualizar ya esas agendas.
Las dos exposiciones tienen como tema común la estatua que hizo Venancio Blanco, al parecer inspirándose en su padre, y que es posiblemente la obra urbana más relevante de Salamanca, según dicen las voces expertas. En esta escultura, situada en la rotonda de Plaza España en Salamanca, dibuja Venancio la estampa de un jinete charro montado a caballo, embocando la mirada al infinito de la Gran Vía salmantina.
Este admirado artista, de reconocimiento internacional, tiene su exposición permanente en la sala Santo Domingo de Salamanca en el que se muestran periódicamente diferentes facetas de su carrera artística. Tuve la fortuna de asistir a la inauguración de esta exposición permanente con la presencia de Venancio Blanco hace ya unos cuantos años. Desde entonces he vuelto innumerables veces a visitar su obra.
Siempre que hablamos de figuras consagradas, mencionamos premios, publicaciones, exposiciones o logros profesionales que han servido para forjar la leyenda. Nos ayudan a comprender mejor su vida hasta llegar a nosotros para quedarse resumiendo elocuentemente el camino de un éxito marcado por el esfuerzo que necesitaron para pulir su talento.
Pero cuando volví el mes pasado a la sala de Santo Domingo, donde está la exposición permanente de Venancio Blanco, me di cuenta de que lo que más trascendencia aporta a un artista, es haber creado escuela y tener alumnos que en silencio dialoguen con la obra admirada.
Aprovechando la mañana de un domingo… encontré a este alumno póstumo estudiando la lección que el maestro dejó escrita en la ausencia.
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