Opinión

Flexibilidad y esclerosis

El rey durante el discurso de Navidad. (Casa Real)

En un corte de la entrevista de Pérez-Reverte en «El hormiguero» al que ya me referí en un artículo anterior, el conocido escritor se declaraba republicano por varios motivos, y entre ellos señalaba su bagaje cultural y su ilustración, o sea, su acopio de información y cultura mayormente a través de los libros. Pero al mismo tiempo exponía un argumento para defender la monarquía que a mí me pareció bastante flojo. Digamos de antemano que considero la monarquía en cualquier país desarrollado un vestigio poco justificado que une primitivismo (el primitivismo de la fuerza) e irracionalidad (la irracionalidad que supone dotar de un origen divino a la jerarquía política que se quiere imponer).

Venía a decir Pérez-Reverte que para ser presidente de una república los candidatos deben poseer una serie de cualidades muy meritorias y casi excelsas. Y acto seguido, quizás llevado de un pesimismo poco justificado, ponía en duda que entre los muchos millones de ciudadanos españoles pudiera encontrarse uno solo que reuniese esas cualidades.

Lo absurdo del argumento es que daba por sentado que esas cualidades se encontrarían de forma segura e infalible en el candidato único que provee la línea sucesoria de una monarquía.

Suena raro que entre tantos millones de españoles sea imposible encontrar unas cualidades técnicas y/o cívicas que sin embargo sí se encontrarán de forma automática y asegurada en el heredero al trono, fruto de la carambola.

Además de que el error republicano en la elección de un mal presidente puede corregirse fácilmente con el cambio y la sustitución, mientras que el error monárquico es vitalicio. Allá te las apañes.

El sistema monárquico conlleva una rigidez bastante absurda que no se ajusta a nuestra realidad moderna. Si a un presidente de la república se le descubre autor de delitos o beneficiario de actos corruptos, se le encausa. Sin embargo, si esto mismo ocurre con el monarca, existe la obligación servil e inmoral de mirar para otro lado, se le proporciona un título de rey emérito, y los ciudadanos tienen que correr con muchos de los gastos de su vida lujosa, aunque el citado emérito haya robado a manos llenas.

No puede descartarse que esa rigidez monárquica tan irracional se haya trasladado por contagio nocivo a nuestra forma de interpretar la vigencia y utilidad de nuestra Constitución, que por transposición algunos consideran no ya intocable sino de origen divino. Algo así como las tablas de la Ley descendidas sobre el monte Sinaí en medio de truenos y relámpagos.

Ya dijimos en otro momento que por esta vía la racionalidad política se contamina de ferocidad teológica.

«El discurso de Felipe VI, que este año ha querido abordar no lo cotidiano sino lo esencial…», se leía en la prensa en un intento de interpretación del discurso navideño de Felipe VI, y lo comentábamos en un artículo anterior. Digamos algo más al respecto.

Lo cotidiano y lo esencial. Lo cotidiano, de escasa importancia, y lo esencial, trascendental. España y los españoles. Y España incluso como realidad trascendente que podría incluso existir sin españoles cotidianos. Una entelequia. Porque, además, de la calidad de lo cotidiano deriva la calidad de lo esencial. O sea, el contenido, los españoles y sus circunstancias, son los que definen y dan forma a esa entelequia, la patria. O, dicho de otra forma: lo cotidiano y los españoles que viven esa cotidianidad es lo verdaderamente real.

Y en lo cotidiano que se debe mencionar en un discurso navideño por un dirigente responsable (sea presidente de la república o monarca) están realidades tristes que no se deben omitir ni silenciar, como estas:

«España presenta los peores datos de pobreza infantil de la Unión Europea» (Cadena Ser 6-12-2023).

«España presenta la tasa de pobreza infantil más alta, con un 27,8%, según un informe publicado por Unicef» (Público 6-12-2023).

«España cierra 2023 como el país de la UE con más expedientes por infracciones medioambientales abiertos” (El País).

Hacer que esas realidades sociales y cotidianas tan tristes y deprimentes no sean posibles es lo que da prestigio a una nación y conserva el buen nombre de España.

Y por qué no mencionar en un discurso navideño también realidades como esta otra, que tanto colaboran a ensombrecer el nombre de España y a demoler el prestigio y la credibilidad de nuestra Constitución:

«Los jueces han desmontado todas las causas contra la formación morada, pero los falsos acusadores siguen impunes» («Persecución a Podemos», El País, en editorial de 16 de diciembre).

Es evidente que, con este tipo de prácticas totalitarias, una democracia y una Constitución no pueden tener buen nombre ni aspirar a un alto prestigio.

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