En Oruro, ciudad minera boliviana ubicada a más de 3.500 metros sobre el nivel del mar, se celebra uno de los carnavales más atractivos del mundo, declarado por la Unesco Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad. En él cientos de personas al son de la música, bailan y rinden homenaje a la Virgen del Socavón, patrona de la ciudad, llevando coloridos disfraces que representan diversos personajes. Entre ellos destacan la figura de Lucifer, símbolo del mal, y la del Arcángel San Miguel, representante del bien, quien tiene como misión llevar al diablo ante la Virgen.
La danza del diablo, la Diablada, es fuerte y amenazante. El disfraz destaca por su voluminosa y colorida cabeza con cuernos y dragones; y los fieles a la Virgen se preparan durante años para cargarlo, dado su desmesurado peso.
La festividad, como la mayoría de las que existen en el mundo que anteceden al periodo de Cuaresma, expresan dinámicas colectivas significativas para el ser humano, y enseña el papel simbólico de los disfraces y fiestas populares. La individualidad se pierde. Nuestra personalidad, nuestra máscara, queda oculta tras los disfraces. Ellos expresaran lo que se desea, teme, no se acepta, censura o reprime. La Sombra colectiva, como diría C.G. Jung, tiene permiso para manifestarse, y sube al escenario en danza litigante con el bien, con los valores y normas aceptados por la comunidad.
Todo se realiza en un ambiente de jolgorio, de libertad, de bacanal permitida, que da expresión simbólica a nuestros impulsos. No es uno, somos todos los que ejecutamos la danza. Cada uno lleva a todos. El mal no está personalizado, pero se expresa.
Al final del Carnaval, la Diablada se postra ante la Virgen del Socavón y los danzantes piden sus favores. Vuelve el equilibrio, se ha logrado colectivamente reprimir los amenazadores impulsos. El bien ha logrado doblegar al mal. La sociedad ha demostrado que puede controlarlo. La alianza permite restaurar la paz.
Ha llegado el momento de quitarse los disfraces, y volver a ponernos nuestras máscaras. El ritual festivo, bajo el manto protector de la comunidad, ha permitido la expresión controlada de lo no aceptado por la consciencia, y un reconocimiento de fuerzas opuestas en nosotros, que necesitan conciliarse en favor del bienestar personal y de la humanidad.
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