Opinión

Cogitans

La Isla del Soto. (Foto: David Martín)

La entrada «Cogito, ergo sum» («Pienso, luego existo») del Diccionario de Filosofía de Ferrater Mora, es una entrada extensa. O sea, que da mucho que pensar, empezando por encontrar el método para ello. Nuestro propio pensamiento nos intriga y Descartes buscaba una base firme para levantar su edificio de certezas.

Ahora bien, esa frase podría haber sido igualmente «Sueño, luego existo». O incluso buscándole las vueltas a este laberinto de palabras: «Todo lo que se sueña existe con alguna forma de existencia, no sabemos si de mayor o menor calidad, con más o menos derecho a llamarse real».

No solo nuestro pensamiento lógico nos intriga (axiomas, silogismos, etcétera), sino en realidad todos los productos de nuestra mente. Dado lo extravagante de la realidad desvelada por la revolución cuántica, no deberíamos descartar ninguna posibilidad.

También la música es un fenómeno intrigante.

Nos moriremos sin entender (al menos yo) ese misterio que llamamos música y que liga las leyes físicas que rigen el movimiento del aire, con la emoción y la belleza, o que incluso puede conducir a experiencias cercanas a la contemplación trascendental.

Y no es necesario para estas altas «visiones» musicales (que algunos llamarán espejismos de la percepción) remitirse a maravillas de este arte, como los cantos gregorianos de los monjes de Silos o la música de Bach interpretada por Glenn Gould, o incluso algunas creaciones de lo que ha dado en llamarse «nordic jazz», por mencionar algunos ejemplos notables.

En esa «mística» de la música no interviene la «fe» o una confesionalidad concreta, es algo anterior a todo eso, más primitivo y más profundo. A veces basta el sonido del viento entre las hojas de un álamo temblón (sus hojas tiemblan o aletean para producir un murmullo que sosiega) para intuir un significado inefable.

Cuando Descartes distinguió (muy inseguro de todo salvo de que pensaba, luego existía) entre res extensa y res cogitans, no sé si tenía muy claro dónde colocar el fenómeno musical, si en la res extensa, junto al baile juguetón y un poco caótico de los átomos, o en la res cogitans, junto a las potencias del «alma» capaces de vislumbrar realidades ocultas; dentro de lo corpóreo o dentro de lo espiritual; o quizás como un puente de unión entre ambos mundos, similar a esa red densa de comunicaciones nerviosas que unen el hemisferio derecho de nuestro cerebro (el artístico) y el hemisferio izquierdo (el analítico), puente de unión que los anatomistas llaman cuerpo calloso.

Tampoco tendría fácil Descartes decidir si la inteligencia «artificial», que hoy surge pujante como realidad evolutiva de nuestra civilización, es res extensa o res cogitans, porque si decidiera que es res extensa que depende de un soporte físico, y que sin ese soporte deja de existir, es posible que, por comparación, en la inteligencia o el alma del ser humano viera un fenómeno parecido e igual de dependiente.

Si nuestra inteligencia es «natural» porque es producto de la evolución de la materia, de la vida, y consecuencia de la forma evolucionada y adaptada de nuestro cerebro (su base física), la inteligencia «artificial» también tiene algo de «natural» porque que es hija de la evolución de nuestras técnicas y habilidades.

Se me dirá que la inteligencia natural está inscrita en nuestros genes, mientras que la inteligencia artificial no. Aunque sea producto de nuestra inteligencia natural y genética, de momento la inteligencia artificial se trasmite y evoluciona a través de la cultura y no de los genes. Esto es cierto.

De momento los niños humanos siguen naciendo de una determinada manera bastante primitiva y con una determinada constitución natural, más cercanos en esa fase de su desarrollo a los animales que a los traders del mercado financiero.

Pero aquí entraríamos en el tema del juego simbiótico entre naturaleza y cultura, que se inicia nada más nacer o incluso antes. Lo cual podría llevarnos a su vez a los interrogantes que plantea el tema de los niños selváticos.

En cualquier caso, cada nacimiento de un niño humano parece un recordatorio de lo más importante y esencial, de la misma forma que las fases de su desarrollo embrionario es un recordatorio de la evolución de las especies, según Haeckel. La Ley de recapitulación de Haeckel interpreta que: «La ontogenia recapitula la filogenia».

La música también parece recordatorio de algo importante y esencial, aunque no sabemos de qué. Si alguien pasea una de estas mañanas primaverales por la isla del Soto de Salamanca, en la zona de La Aldehuela y Santa Marta de Tormes, quizás pensando en otros paseantes que antaño también buscaron inspiración o simplemente sosiego a la orilla del río salmantino, tal que Fray Luis de León, Unamuno, o Garcilaso de la Vega, si se fija bien verá un tronco derribado en el mismo borde del camino en el que hay escrito un texto: «sin naturaleza no hay arte».

Y efectivamente, ahí mismo vemos el arte de la escritura tomar asiento en un tronco derribado, que pese a todo sigue siendo un objeto natural que vivió y se desarrolló siguiendo una información codificada en sus genes, de la misma forma que hoy trasmite un mensaje codificado, no sé si natural o artificial, para nosotros y mediante un texto escrito. De hecho, llevados de nuestra afición por las palabras (los humanos somos animales locuaces), a las bases de los genes que guiaron el desarrollo de ese tronco y de ese árbol, las distinguimos con letras: adenina (A), citosina (C), guanina (G), timina (T).

La nuestra es una condición extraña y es probable que en la evolución de la vida (¿natural o artificial?) no sea posible establecer fronteras. ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?

En cuanto a la primera cuestión (¿De dónde venimos?) recomiendo como aproximación ver la serie documental «El imperio de los chimpancés». Está en Netflix. Ya saben que los documentales de naturaleza han avanzado mucho y hay auténticos prodigios. Por ejemplo, en esta serie se logran unos primeros planos espectaculares. Tenemos la sensación de ser parte de la tribu, y no solo por la proximidad de la experiencia visual, sino porque nos podríamos tirar horas mirando esos rostros, esas miradas, esos gestos y acciones que tanto nos recuerdan a nosotros mismos. Sobrecoge. Parecen tendernos la mano, como acostumbran ellos en sus pactos o cuando se hacen pedigüeños de comida.

Se entiende que llamar «personas» a estos seres no está fuera de lugar. Ellos también «piensan y existen».

Pero ya digo: ¿Dónde está la frontera?

A lo que voy: El día que la inteligencia artificial, sea lo que sea, o sea quien sea, comprenda la frase «cogito, ergo sum», habremos entrado en una fase nueva y extraña de nuestra Historia. Quizás no falta tanto para eso, o quizás no llegue nunca. No lo sé. Dudo, luego existo.

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