El calendario festivo guarda estrecha relación con los ritmos estacionales y agrícolas. La Navidad, por ejemplo, concentra varias celebraciones cuando llega el solsticio de invierno y las faenas del campo han decaído. Las fiestas continúan hasta cerrar el ciclo cuando principia febrero, con las Candelas, san Blas y santa Águeda. Lo mismo podríamos decir del verano, al recoger la cosecha del cereal, o del otoño con la vendimia.
Ahora estamos en la primavera, también con su ciclo y simbolismo. En el occidente cristiano, las fiestas primaverales no son fijas, pues para ellas rige el calendario lunar y no el solar, debido a la tradición hebraica que la Iglesia mantuvo. La pascua judía es el primer sabbat con luna llena tras el equinoccio de la primavera. De ahí la oscilación de cinco semanas que encontramos entre unos años y otros. Hogaño, ya sabemos, la Pascua llega tardía, aunque el tiempo meteorológico parezca indicar lo contrario.
El ciclo festivo de la primavera se inicia con las celebraciones de Semana Santa y prosigue con las que jalonan el tiempo pascual: Ascensión, Pentecostés, Trinidad y Corpus Christi. En Salamanca, por la vía profana, añadimos también el Lunes de Aguas, tras la octava de Pascua. A estas celebraciones se asocian infinidad de festejos, religiosos y no tanto, que se verifican en romerías, salidas campestres, verbenas y eventos taurinos. Es la fiesta de un pueblo que celebra el retorno de la vida tras el paréntesis invernal.
En este aspecto, la simbología con la Semana Santa resulta evidente. La celebración religiosa de la muerte y resurrección de Jesús el Cristo armoniza perfectamente con los ritmos estacionales. Esto nos lleva, una vez más, a considerar los valores antropológicos de una festividad que arraiga en la praxis cristiana pero su ramificación alcanza otras esferas bien distintas. De ahí la necesidad de saber diferenciar entre una celebración litúrgica, cuya finalidad está bien clara, y otra que va más allá, la paralitúrgica, la popular, la de la calle. Y esta segunda, aunque rechine a la ortodoxia, es del pueblo. Nadie discute quién organiza y sus motivaciones, pero desde el momento en el que se inserta en la vida social del pueblo, también pertenece al pueblo. Y con esta realidad deben lidiar las cofradías.
La Semana Santa del pueblo acaba formando parte de su idiosincrasia, por eso debe ser siempre reflejo de una forma de ser y sentir. En Zamora, por recurrir al ejemplo paradigmático de nuestro entorno, lo han tenido siempre muy claro. Es su signo de identidad, pues se es zamorano en la medida que la Semana Santa forma parte de su ser. De ahí el interés que siempre han puesto en cuidarla.
Como no puede ser menos, aunque de manera distinta al prototipo zamorano, en Salamanca también la Semana Santa procesional penetra con hondura en la entraña sociológica. El Domingo de Ramos, Jueves o Viernes Santo, resulta imposible tomar el pulso a la ciudad y vivir ajeno a la celebración. Querámoslo o no, la Semana Santa es indisociable a nuestra cultura y tradición. Quizás por ello convendría cuidarla un poco más, en todos los aspectos. Este asunto debiera ser objeto de una reflexión profunda en otros ámbitos, pero, lamentablemente, en ellos estas consideraciones apenas interesan.