Paseo entre tumbas, nombres y leyendas

El etnólogo Francisco Blanco hace un recorrido por el cementerio San Carlos Borromeo repasando la historia, leyendas y curiosidades de Salamanca a través de sus muertos, nichos o panteones
Imagen del cementerio con las torres de la Catedral y de la Clerecía al fondo. Fotografía. Pablo de la Peña.

Ir a pasea al cementerio invita, cuanto menos, a hablar bajito, a caminar lento, a escuchar… En este paseo por el San Carlos Borromeo, el etnólogo Francisco Blanco será el guía que vaya alertando sobre las curiosidades, misterios, relatos y grandes nombres que esconden las lápidas, panteones y nichos del campo salto capitalino.

Esta experiencia es una esencia más de Salamanca, porque el patrimonio inmaterial y funerario es una aproximación a la cultura de la muerte.
Blanco se pregunta por qué vivimos de espaldas a la muerte, cuando siempre ha estado presente en nuestras tradiciones. “La muerte es irremediable a la vida y también a la cultura. Los especialistas en conocer nuestra historia trabajan en las necrópolis, son las que le dan las pistas de la forma que hemos tenido de vivir”, matiza.

Así se puede entender que era un rito de iniciación que los chavalotes saltaran la tapia del cementerio y cogieran una flor o una piña de un ciprés y mostraran que habían sido valien. De hecho, este acto lo solían hacer los quintos para tener suerte en el sorteo de destino en el mili, salvo que ellos lo que se llevaban era un puñado de tierra de las tumbas.

Hasta el siglo XIX el enterramiento se hacía en tierra, es decir, el cadáver se envolvía en un sudario y se depositaba en la tumba. Así surgieron dichos o frases que tenían muchos sentido: “Lleva ya 10 años haciendo adobes con el cogote’ o ‘Tal persona lleva 10 años en el bolsillo del cura’, porque se rezaban responsos por ella. “Estas expresiones se han perdido, porque ya no se entierra así, ahora tenemos ataúdes”, matiza Francisco Blanco.
También el refranero está muy unido a la muerte, quizá porque el ser humano siempre ha querido conocer el porvenir. ‘Si el guarro guarrea, carne barrunta; si el águila silba, ya está difunta’; si coinciden las campanas de la iglesia y el reloj, a la semana una muerte habrá o se dice que los perros aúllan cuando alguien va a morir.

El etnólogo Francisco Blanco, durante su visita al cementerio San Carlos Borromeo de Salamanca. Fotografía. Pablo de la Peña.

También la gastronomía está ligada a la muerte. Tenemos las Roscas de Los Santos, los huesitos, los buñuelos. “Era costumbre cuando una persona moría, repartir pan entre los más necesitados de la comunidad, era el pan de caridad. Nos remite a los banquetes de los difuntos. De alguna manera, esta tradición se ve en las celebraciones mexicanas”, apunta el etnólogo.

Blanco hace hincapié en señalar que despreciamos nuestra cultura de Todos los Santos y abrazamos Halloween sin pararnos a pensar que la raíz celta es la misma. “Nuestros antepasados ya colocaban calabazas y se ponían sábanas para ahuyentar a los espíritus. Nosotros unimos a estos ritos a la cultura cristiana y en la Fiesta de Difuntos en lugar de esperarlos como hacían los celtas, nosotros tocábamos las campanas toda la noche para alejarlos”, matiza Blanco.

El San Carlos Borromeo comenzó a ‘alojar’ a nuestros muertos allá por 1832. Es un proyecto del arquitecto Tomás Francisco Cafranga y más adelante, a partir de 1867, el arquitecto José Secall y Asión realizó una mejora de la fachada y una serie de ampliaciones del terreno.

Antes, hasta los siglos XVI y XVII los enterramientos se hacían en el interior de las iglesias, después los sacan al exterior y Unamuno le dedica a estos lugares su poema: ‘Corrales de muerto’. Estos aposentos son insuficientes al llegar épocas de pandemias, por lo que se empieza a pensar en sitios aireados y alejados del núcleo de población. Así nacen los cementerios promovidos por Carlos III allá por 1783.

Pese a que se dice que la muerte iguala a ricos y pobres, parece que no. Solo hay que pasearse por el cementerio y verán nichos, tumbas a ras del suelo o panteones. Así cómo inscripciones de nombres simples como ‘Candidita’ o retahílas de títulos y condecoraciones en las tumbas de prohombres. Es raro verlas en las de las mujeres, incluso en las que se gastan fortunas para construirse uno de los panteones más monumentales del San Carlos Borromeo como es el de Teresa Zúñiga, ‘La Corneja’, de estilo neoromántico construido en 1890. Teresa Zúñiga dejó una huella importante en el urbanismo de la ciudad. Era la dueña de casas y terrenos que estaban entre la Plaza Mayor y la plaza de Anaya. Al adquirirlas el Ayuntamiento ideó lo que hoy es la Rúa.

El panteón de Teresa Zúñiga. Fotografía. Pablo de la Peña.

Mucho más discreta, pero es uno de los primeros nombres ilustres que se ven al entrar en el cementerio capitalino, es la tumba de Filiberto Villalobos, el médico y ministro que ofreció, tanto en su profesión como en su pasión, mejoras para la vida y cultura de sus convecinos. Unos ‘pisos’ más arriba se encuentra Venacio Gombau, que con su cámara dio testimonio de la salamanca del siglo XX. O la familia Núñez, dueños de El Adelanto.

Los escultores Agustín Casillas y Fernando Mayoral están enterrados en el San Carlos Borromeo y sus obras se pueden ver en varias tumbas, no solo en las suyas.

Tumba de Venancio Gonbau. Fotografía. Pablo de la Peña.

Sin abandonar la cultura, en Salamanca está parte de la familia Sánchez Ruipérez, entre ellos Jesús, editor y dueño de la librería Cervantes, que tanto hizo por la edición de libros, la cultura y el nombre de Salamanca.

Rafael Farina también descansa en su Salamanca, al igual que la actriz María de los Ángeles Amescua Santamaria, que murió a los 22 años cuando rodaba una película en Salamanca un 23 de junio de 1943.

Hay una fosa común, un apartado para niños, un apartado civil, donde se puede ver la tumba del Dorado Montero, uno de los hombres que ha dado renombre a la Universidad de Salamanca, murió ateo. Y si seguimos con hombres que han dejado huella en el Estudio Salmantino hay que mencionar a tres rectores, que curiosamente están enterrados muy próximos unos de otro: Mames Esperabé, Felipe Lucena y Miguel de Unamuno, el más universal de los tres y el que tienen el enterramiento más humilde al estar en un nicho. Eso sí, es al único que todos los 31 de diciembre se le recuerda en un homenaje ideado por la asociación Salamanca Memoria y Justicia.

Precisamente, esta asociación es la que ha promovido el memorial republicano, también en el cementerio, donde están inscritos los nombres de los hombres y mujeres que fueron represaliados y asesinados por el Franquismo. Sobrecoge.

Memorial por las víctimas del Franquismo. Fotografía. Pablo de la Peña.

No se pueden ir del cementerio salmantino sin ver el crucero de San Cebrián. Es una glorieta y todas las tumbas miran al centro, al crucero. Esta columna y la escultura que la coronan estuvieron hasta el siglo XVI en la iglesia de San Cebrián, donde se encuentra la Cueva de Salamanca.
Preguntémonos: ¿Por qué encierra tanto misterio La Cueva de Salamanca? ¿Por qué esta cripta ha hechizado a Cervantes, Calderón de la Barca, Torres Villarroel o autores extranjeros como el alemán Theodor Koerner o el inglés Walter Scott?

Indaguemos en La Cueva de Salamanca y nos llevará a Grecia: Hércules y San Cebrián; a Aragón: el Marques de Villena o de Alcalá de Henares: con Pancracio y El Estudiante.

Cuenta la leyenda que Salamanca fue fundada por Hércules -Heracles-, el héroe divino de la mitología griega, hijo de Zeus y Alcmena, quien construyó su morada en la Cueva de Salamanca. Milenios después, se levanta en esta zona de la ciudad, cerca de la Puerta del Río, también conocida como la Puerta de Aníbal o Puerta de Hércules, la iglesia consagrada a San Ciprián o Cebrián. Este templo se destruyó en 1580, quedando en píe la sacristía, o lo que es lo mismo, La Cueva de Salamanca, que según cuentan, fue tapiada durante el reinado de Isabel La Católica.

Quizá la reina Isabel la mandó tapar por la vinculación de este lugar con el averno y el diablo. Al menos las historias que corrían por la Salamanca del siglo XVI eran leyendas de estudiantes que entregaban sus bienes y juventud a Lucifer para conocer los secretos de la adivinación y del más allá.

Entre los alumnos más aventajados del demonio se encontraba Enrique de Aragón, también conocido como Marqués de Villena, que según los mentideros del siglo XV, Satanás le robó la sombra. Aunque, lo que perdió realmente el Marqués de Villena fue su fortuna y quedó marcado porque tuvo que vivir con una mujer a la que no amaba durante toda su vida, doña María de Albornoz, joven noble y rica, de la que se intentó divorciar. Su cultura científica y el desdén hacia el ambiente de la corte le otorgó fama de hechicero y nigromántico.

Crucero de San Cebrián. Fotografía. Pablo de la Peña.

La Cueva de Salamanca continúo con su misterio dos siglos después. Y, Pancracio, gracias a la pluma de Cervantes, dice al final del Entremés:

Entremos; que quiero averiguar si los diablos comen o no, con otras cien mil cosas que dellos cuentan; y, por Dios, que no han de salir de mi casa hasta que me dejen enseñado en la ciencia y ciencias que se enseñan en La Cueva de Salamanca.

Contemos leyendas de Salamanca, recordemos nombres al ver sus tumbas y cuentos donde un voz de ultratumba diga: ‘Devuélveme la asadura que me has robado’ esta noche de Todos los Santos… No hay bruja, telaraña o esqueleto que supere estas historias…

Imagen. Pablo de la Peña.

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