Entre nuestras capacidades está poder rastrear en la Historia sucesos y situaciones que nos ayuden a interpretar y manejar los acontecimientos recientes.
Y los encontramos fácilmente, casi para cualquier materia de indagación o para cualquier duda planteada por la actualidad. En este sentido, incluso en un mundo donde las «novedades» proliferan, la Historia y la memoria colectiva son una buena cátedra para el incauto y el aprendiz de hombre.
La Historia es parte fundamental de la cultura, y esta a su vez se constituye en la memoria colectiva y acumulada que heredamos y que nos puede ayudar en la ardua tarea de evitar errores y acertar con las soluciones más idóneas. ¿Qué sería de Europa si olvidara Auschwitz, o de la cultura europea si olvidara la Ilustración?
En la Historia (de la que no debemos descartar ni siquiera el estudio de la mitología en cuanto fuente de sabiduría ancestral) quedaron registrados múltiples ejemplos del poder del dinero y la riqueza, pero también el ejemplo de aquellos que criticaron y denunciaron ese poder cuando maltrataba la dignidad humana de los demás, o aspiraba a objetivos inhumanos por excesivos. En nuestro ámbito cultural además la Historia evolucionó hacia la estimación de otros criterios de influencia, mejores que los de la mera riqueza. En ese sentido, la Ilustración no está muerta del todo, a pesar de la reacción posmoderna contra ella.
Es cierto que siempre ha habido subterfugios, métodos indirectos, e intermediarios a sueldo, para que la riqueza económica de un sujeto deje sentir su peso e influencia sobre sus semejantes. Se me ocurre como ejemplo de esto, el juego corrupto de las puertas giratorias, o la propiedad de los medios de comunicación, incluidas las actuales redes sociales.
A pesar de que son conocidos desde hace tiempo estos meandros de la influencia y el poder, incluso en un contexto de cultura democrática, podríamos afirmar que en nuestros días algo ha cambiado drásticamente, porque ahora el descaro de los plutócratas es más directo, no necesitan tantos disfraces, ni tampoco intermediarios, solo necesitan algo de demagogia, mucho dinero (que les sobra a raudales), y una buena fábrica de bulos. Cuestión de ingeniería informática y social.
También ayuda la falta de discernimiento, largamente promocionada, y el olvido de la Historia. Quizás aquella tesis fraudulenta de Fukuyama sobre una Historia detenida (a favor de los muy ricos), tenía por objetivo la amnesia.
Recuerden la famosa frase de Warren Buffet: «Hay una lucha de clases y la estamos ganando los ricos».
Ricos que gracias a nuestra posmodernidad cínica, descreída, laxa, y colaboracionista con el poderoso, hoy son superbillonarios y dueños del mundo.
Su riqueza personal supera muchos PIB nacionales, de la misma forma que la contaminación que provocan supera a la de muchos países juntos.
Son cifras que asustan por la desigualdad que describen y el poder no democrático que acumulan quienes, a su vez, controlan los medios de comunicación y la tecnología.
Y esto no va de cuentos asustaviejas y de poderes que los académicos más escrupulosos se niegan a tildar de fascistas. Va de lo que vemos y comprobamos a diario y que también se refleja en un acto aparentemente tan banal como la ceremonia de entronización de Donald Trump.
Quiénes son los que asisten, quienes tienen lugar preferente en esos fastos, y quienes en definitiva esperan ejercer el poder en la primera potencia del mundo, queda claro a la vista de todos durante esa ceremonia.
Aparentemente se trata de una ceremonia democrática en el país líder de la democracia occidental, pero aparecen por allí, ocupando un lugar de privilegio, personajes cuyo poder no sale de las urnas, y cuya riqueza personal (desmesurada) ha contribuido decisivamente al resultado de las elecciones, reforzando así una tradición previa de evidente corrupción y creciente plutocracia.
Y están allí no solo para hacer ostentación de su poder y de su privilegio respecto al común de los ciudadanos que votan, sino para recordar al emperador electo los favores que les debe, y hacer prevalecer su interés privado sobre el interés público.
También se muestran dóciles, serviles, y colaboracionistas, en esa ceremonia, no pocos jefes de Estado que contribuyen a la aceptación pasiva y acrítica de una evidente y despiadada jerarquía imperial.
Ya todos estamos a sus órdenes, empezando por nuestros jefes de Estado y presidentes de repúblicas.
Lo cual, tras décadas de desindustrialización en vacío, de precarización laboral, de privatizaciones a mansalva, de saqueo del Estado del bienestar y de anteponer el interés privado al público, así como de considerar que la lucha de clases ya no existe porque está demodé y todos somos de «centro» (incluidos Elon Musk, Zuckerberg, y Bezos), es un ejercicio de sinceridad brutal el que nos regala Warren Buffet con su reflexión explícita, que disuelve el sueño posmoderno y nos devuelve a la realidad fáctica.
Si Quevedo pudo decir aquello de «Poderoso caballero es Don dinero», haciendo honor (o deshonor) a su época, probablemente estaba fuera de su alcance rechazar ese estado de cosas.
No puede decirse lo mismo en nuestro caso, ni nos vale la misma excusa en nuestra época, en que la cultura ilustrada y los instrumentos democráticos, deberían ser antídoto suficiente contra ese veneno.