[dropcap]L[/dropcap]levaba muchos años pegada al suelo la Vara de Villamayor... Aún no se había terminado –faltaba poco– la eterna obra de la Catedral Nueva. Maravillosos edificios, con sus grandes fachadas que dieron en llamar platerescas y otros más modernos, asombraban al visitante de Salamanca, ignorante hasta entonces de que en una ciudad, de no ser Roma, hubiese tanto y tan bello…
Pasó aquella fiebre constructora iniciada con los Reyes Católicos… Y vino otra, más severa pero más grandiosa en sus proporciones.
Y Villamayor siguió siendo el perenne foco artesanal de la piedra, aunque ahora, otros pueblos competían con ella, al no buscarse tanto aquella propiedad filigranesca de sus canteras. Pero cuando había que inventar adornos delicados… ¡Ah! ¡Ahí era otra cosa! ¡Este pueblo no tenía rival!
Todo marchaba normalmente, cuando un día de enero, el 26 del año del Señor 1626, festividad de San Policarpo, una gran tragedia se abatió sobre Salamanca y todos los poblados de las riberas del Tormes…
Las jornadas anteriores habían sido de grandes nevadas seguidas de lluvia con una temperatura muy suave, mucho más de lo usual en dicho mes. En aquella noche de tan trágica memoria grandes ruidos se dejaron oír en toda la ciudad, seguidos, al cabo, por el tañido de todas las campanas llamando a los ciudadanos…
¿Qué pasaba? ¿Algún incendio? No. Era el río que, antes ya muy crecido, se había desbordado espantosamente, de repente. La nocturnidad hacía más terrible el clamor de campanas y truenos…
Corrieron los salmantinos a ayudar a los ribereños. A la oscuridad de la noche se sumaban la lluvia y el viento fortísimo, que impedían el uso de antorchas. Al llegar al desbordado río… ¿qué se podía hacer, si no se veía nada? ¡Rezar…, y poco más!
Se oían gritos de pobres gentes, sin duda atrapadas dentro o en el tejado de sus arruinadas viviendas. De pronto, un estruendo… Luego… nada. Y así una y otra vez…
Algunos valientes se dejaron atar una cuerda a la cintura y se arrojaron a las turbulentas aguas, en su afán de ayudar a sus vecinos. Se dice que unas cuantas personas consiguieron así salvar sus vidas. Hubo quien empleó la fuerza de su caballo…
Y fue pasando la noche, entre estruendos, lamentos, plegarias, gritos, llamadas y el repique ininterrumpido de las campanas…
Con la llegada del ansiado crepúsculo se pudo contemplar un espectáculo aterrador… De las casas de la ribera no quedaba ninguna, ni en ésta ni en la otra orilla. Muchos conventos e iglesias estaban destruidos o seriamente dañados… Innumerables troncos y ramas de árboles, maderos, enseres y barro se habían acumulado como una gran presa, abierta en la parte del Arrabal; la había formado el Puente Romano, que no se veía…
La caridad salmantina se desbordó –también — con aquellos desgraciados supervivientes, que lo habían perdido todo menos la vida, y se les alojó donde buenamente se pudo. Se hizo lo que había que hacer en tales casos: misas y más misas, procesiones… entre repiques de duelo, que no cesaron en una semana.
Fueron llegando noticias… Todos los pueblos a orillas del Tormes estaban destruidos… En algunos lugares el desbordamiento había llegado a más de dos leguas de distancia… Con los días, al ir bajando las aguas, se vio que la maravilla romana, el Puente, orgullo de la ciudad, ornato de su heráldica, había desaparecido casi en su mitad. Nada menos que once ojos, de los veintiséis originales, habían sido arrastrados por la riada de San Policarpo, como ya se la llamaba.
Las consecuencias de la riada fueron largamente catastróficas no sólo para la ciudad y el entorno del Tormes. Todo el Oeste de España se vio muy afectado. Era muy necesario reavivar el tráfico entre las dos orillas, cortado con el Puente y mal resuelto con el empleo de barcazas.
Porque el tráfico era la vida secular de la ciudad, su sangre, lo que hizo de ella mercado fijo en la más remota antigüedad, cuando vacceos y vetones confraternizaban trocando sus productos agrícolas y ganaderos; fue su importancia lo que hizo de Aníbal su conquistador; Roma la regaló su lengua, y lo hizo aumentando su importancia… con el PUENTE, paso obligado y descanso en la gran Calzada entre Emerita y Asturica, camino milenario trashumante; y fue esa unión, ese Puente, el que hizo que el recién nacido Estudio salmanticense, allá en el siglo XIII, prosperase y se convirtiese en el gran emporio de Cultura y Saber, mientras otros, quizás por encontrarse en lugares menos privilegiados, decaían y llegaban a desaparecer…
Era natural que lo primero que se pensase, tras la catástrofe, fuese la posibilidad de reconstruir los once ojos desaparecidos con el mismo material que utilizaron los ingenieros romanos: los bloques graníticos.
Pero las canteras de Los Santos estaban a más de diez leguas y, además, los recursos eran insuficientes para abastecer la obra. Su costo resultaría muy alto para las exhaustas arcas del Corregidor…
¿Cómo habían podido construir los romanos una fábrica tan ingente, y además con materiales tan poco cercanos? Está claro: la barata mano de obra…
Pero ahora, en pleno XVII, España era un reino de hombres libres y tal transporte de piedra había que pagarlo en buenos doblones de oro y plata…
Y se pensó en la piedra dorada de Villamayor. Pero ésta… ¡ay!, ésta no servía para obra sumergida, por absorber gran cantidad de agua, que termina desmoronándola.
Todas estas razones motivaron que se fuese retrasando el comienzo de las obras de reconstrucción del Puente, una y otra vez… Hasta que…
1 comentario en «La riada de San Policarpo»
Increíble pero cierto. Puede volver a pasar?