Opinión

La muerte y el efecto Zeigarnik

Imagen de Kasia en Pixabay

La muerte es nuestro límite temporal absoluto. Para el ser humano reflexionar sobre ese límite es tan inevitable como la propia muerte. La filosofía se ha ocupado de reflexionar acerca de los últimos momentos de la naturaleza humana y lo ha hecho desde distintas perspectivas a lo largo de la historia tratando de comprender y explicar la muerte. Se atribute a Platón la idea de la filosofía que consiste en aprender a morir. Cicerón en sus Disputaciones tusculanas indica que toda vida filosófica es una reflexión sobre la muerte. El filósofo puede comprender, explicar y aceptar la muerte como parte de la vida misma, pero para las personas comunes esa comprensión no elimina el sentimiento de pérdida o de ausencia ya que este sentimiento es ajeno a la razón, aunque más allá de la ilusión de la inmortalidad solo se aspire a que nuestro recuerdo perdure algún tiempo. El dolor y el sentimiento se pueden comprender, pero no se pueden controlar.

No solo la filosofía, también la música, capaz de establecer una relación directa con los sentimientos más profundos del ser humano guarda una relación intensa con la muerte y es capaz de desencadenar sentimientos encontrados: Lutero escribió que la música se presta como ninguna otra cosa “para alegrar al melancólico o entristecer al alegre”, dos caras de una misma moneda. Muerte y música son cómplices íntimos e inseparables y esta relación ha sido fuente de inspiración para la mayoría de los músicos y compositores a lo largo de la historia: Mozart, Verdi, Wagner, Beethoven, Chopin, Mahler… han escrito réquiems o música fúnebre. Eric Clapton (Tears in heaven), Queen (The show must go on), Kansas (Dust in the wind)… han compuesto canciones maravillosas que expresan el dolor de la pérdida y lo importante que es aprender que la vida continua tras la muerte de un ser querido, cumpliendo un rol de drenaje del duelo.

Reflexionar sobre la muerte es también reflexionar sobre nuestra vida. En las etapas finales de la vida, en la vejez o como queramos llamar a los últimos años de nuestra existencia, para adaptarnos con naturalidad a la idea de la inevitabilidad de la muerte nos invade, junto a la nostalgia, cierto aire de despego de las cosas e incluso de las personas, como búsqueda de la serenidad necesaria para asumir que ya no queda nada importante por hacer y así vivir en paz el tiempo que nos reste y, finalmente, morir sosegadamente.

Son muchos los sentimientos y sensaciones que se agolpan en la mente condicionados por la cultura, educación, religión, ideología, valores personales… que producen visiones diferentes de esta etapa de la vida y de la aproximación paulatina al acontecimiento inevitable de la muerte. Sin embargo, en una sociedad como la actual que cultiva el éxito y esconde el fracaso, la muerte como pérdida suprema se oculta, se convierte en tabú e incluso se considera de mala educación hablar de ella. El dolor no está bien visto y la muerte menos aún. El filósofo contemporáneo Edgar Morin escribe en su libro El hombre y la muerte (1948) que “el hombre ha olvidado demasiado a la muerte”.

Al margen de la filosofía y cerca del final de nuestro ciclo vital se desata un universo de emociones y es inevitable hacer balance de cómo ha sido nuestro paso por la vida y analizar logros de los que nos sentimos orgullosos, que quizás antes no habíamos valorado en su justa medida, para disfrutar de un tiempo de tranquilidad hasta que la parca venga a nuestro encuentro. Aun valorando los “éxitos” conseguidos el sentimiento predominante, el más doloroso, es el que produce aquello que no hemos podido concluir, en unos casos por culpa nuestra y en otros seguramente por causas ajenas a nuestra voluntad pero que no supimos resolver, y el sentimiento de fracaso adquiere más fuerza en lo referido a los aspectos más importantes de la vida como la familia y, en menor medida, lo relacionado con nuestros círculos más íntimos o incluso con el trabajo.

La psicología nos explica que en la vida las tareas incompletas tienden a permanecer en la mente y ser recordadas mejor que las finalizadas y nos generan stress y una tensión emocional que solo desaparece cuando se completan. Nuestra memoria está programada para olvidar las tareas concluidas y recordar las inconclusas, es lo que se conoce como el “efecto Zeigarnik”. Al final de la vida generalmente ya no hay tiempo para concluirlas o resolverlas, y tampoco para olvidarlas, y ello genera mayor stress o angustia si cabe ante lo inevitable.

“Todo lo que hacemos se desmorona hasta el suelo, pero nos rehusamos a ver polvo en el viento, todos somos polvo en el viento” (Dust in the wind).

Miguel Barrueco
Médico y profesor universitario
@BarruecoMiguel

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