Opinión

En memoria de mi abuela: Antonia Baldión Castellano

Antonia Baldión García nació en Béjar (Salamanca) el 3 de junio de 1889.

Hija de Carlos Baldión García, natural de Olmedo (Valladolid) y de profesión hilandero, y de Segunda Castellano Santos, natural de Béjar.

En 1908 y ante la falta de trabajo de su padre como hilandero, se traslada junto con sus padres y hermanos a Salamanca donde el padre puede encontrar trabajo como jornalero. Viven en la calle Cárcel Nueva.

Al poco de llegar a Salamanca conoce a Enrique Vicente Yza, natural de Salamanca, conocido como “Mezquita”, su padre, Enrique Vicente Mezquita, músico y compositor, amigo y compañero de estudios en Salamanca y Madrid de Tomás Bretón y Felipe Espino, y sus bisabuelos, Joseph Mezquita y Manuel de la Nava, también músicos y ambos profesores de música (Chelo y piano) junto con Ángel Mezquita de la Nava (violín) cuando se inauguró en Salamanca la prestigiosa Escuela de música de San Eloy, que tantos buenos músicos dio.

Después de un breve noviazgo, el día 25 de noviembre de 1910 contraen matrimonio canónico en la Iglesia salmantina de Santi Spiritus. Ella tenía 21 años y él 24.

Antonia era muy aficionada a la lectura, el teatro, la música, algo un poco extraño para la época en la que le tocó vivir.

Antonia tuvo 20 embarazos, de estos nacieron con vida 14 hijos, 5 de ellos murieron siendo bebes.

Mi abuelo, Enrique Vicente Yza, era una persona con estudios, la educación era una prioridad en su familia, con ideas políticas muy claras, su padre fue republicano y él también lo fue. Tenía facilidad de palabra y se expresaba con elocuencia sobre sus creencias e ideales, creía en la justicia y en la solidaridad. Pertenecía a la Casa del Pueblo de Salamanca y sus hijas (sobre todo) participaban en la vida cultural de la misma.

Al poco de estallar el Golpe de Estado franquista, concretamente el 4 de setiembre de 1936, mi abuelo es detenido en su casa, lo sacan de la cama porque estaba enfermo y lo llevan a comisaría dejándolo tirado en un rincón de esta. Ese mismo día, en el Aeródromo de San Fernando, donde estaba trabajando de electricista, es detenido mi tío, Enrique Vicente Baldión, tenía 24 años. Asisten a un ilegal juicio, les acusan falsamente de espías, y son asesinados el 23 de octubre de 1936 en la tapia del Cementerio San Carlos Borromeo de Salamanca.

Mi abuela.

Cuando yo nací, habían transcurrido 12 años desde que fueron asesinados mi abuelo y mi tío y doy gracias desde el primer instante de mi vida de haber tenido una abuela como lo fue Antonia Baldión Castellano para mí. Y creo que, para ella, yo fui como un pequeño rayo de luz frente a tanta desgracia.

Cuando su esposo y su hijo fueron asesinados ella tenía 47 años, 8 hijos a los que sacar adelante y sin más sueldo que el que tenía Mario, el único hijo que en esos momentos trabajaba, estaba en la misma empresa que su padre y su hermano, entonces Electra de Salamanca actualmente Iberdrola.

8 hijos, el mayor de 21 años y la pequeña de 5.

Un día antes de los asesinatos, mi abuela, tuvo el valor de presentarse en Burgos para pedir clemencia al dictador, le prometieron interceder por ellos, pero al día siguiente a las 7 de la mañana eran asesinados.

Es fácil de imaginar lo que estas muertes supusieron para ella y para todos sus hijos, quedarse de golpe sin su padre y su hermano mayor que los adoraba, solo hay que leer la Carta en Capilla escrita a su madre y con que amor se dirige hacia ella y hacia sus “hermanitos”, como él les llama.

Mi abuela, según me han contado, al ser asesinados su esposo y su hijo, tuvo que ir a servir a casa de personas fieles partidarios del Golpe de Estado porque era donde mejor le pagaban, tragándose su dolor y su orgullo para poder sacar adelante a sus hijos.

Mi padre con 14 años tuvo que dejar la escuela y empezar a trabajar de aprendiz de electricista en la empresa donde estaba mi abuelo para poder ayudar a su familia; mis tías, aportaron también su granito de arena, una como peluquera, yendo por los pueblos, otra de aprendiz de sastra, otra de sirvienta, después se fueron colocando el resto de los hermanos, siempre unidos para poder sobrevivir.

De todo lo que estoy contando me entero cuando ya habían transcurrido tantos años que fue imposible hablar con ellos y me pudieran contar lo que en esos momentos sufrieron. Se impuso la ley del silencio, como en la mayoría de las familias de los represaliados, ¿Por miedo? ¿Por no hacernos sufrir a las generaciones que veníamos detrás? Nunca lo sabremos.

 Los primeros años de mi vida los pasé con mi abuela y mis tíos, mis padres y yo vivíamos en el mismo edificio que ellos, antes de nacer yo habían nacido dos primos, uno vivía en Madrid y otro en Salamanca, pero no los veían a diario como a mí. Mi abuela y mis tíos fueron para mí un regalo de la vida.

Mi abuela era el motor de esa casa, después de todo lo que había sufrido nunca vi en ella una mala cara, una sensación de tristeza, aunque el luto la acompañó toda su vida. Era valiente, muy valiente, supo enfrentarse a la vida y hacer de sus hijos hombres y mujeres buenos y honrados, como así le pidió mi abuelo en su carta de despedida.

Recuerdo en esa casa de la Cárcel Nueva, 14, una mesa grande donde nos sentábamos todos juntos a comer, mi abuela en la cabecera de la mesa y yo enfrente. La radio puesta, ella moviéndose al ritmo de la música, yo como un monito de imitación intentando seguirla y ella riéndose por los movimientos que debía hacer. El café migado de media tarde, en un puchero de entonces con un poquito de café y la mayoría achicoria, la economía no daba para más, cocido a fuego lento en la cocina de leña y carbón que había a la entrada de la casa y ese olor que cuando subías por las escaleras ya sabías que la merienda de mi abuela se estaba preparando. Nunca he vuelto a tomar un café tan rico como el suyo, ni unas comidas como las que ella hacía.

Esa casa, donde había sido detenido su esposo, donde durante mucho tiempo tuvo que aguantar con valentía, los registros continuos de Falange buscando pruebas inexistentes de las acusaciones vertidas sobre mi abuelo y mi tío; casa violada por manos manchadas de sangre. Y en contraste, una casa llena de amor.

Su felicidad se centraba en tener a todos sus hijos y nietos cerca de ella.

Ella era feliz si veía que tú también lo eras. Ante los problemas que podían surgir, ella era la más fuerte, la que siempre encontraba la parte positiva de la vida y la que daba los consejos más sabios.

Le encantaba que celebráramos todos juntos su cumpleaños que coincidía con su santo, aunque ella después acabara rendida por el cansancio cuando se hizo mayor.

Me contaban las vecinas que cuando se enfadaba con mi abuelo, la solución para que el enfado se le pasara era coger un libro y leer. Siempre fue muy aficionada a la lectura y creo que también la lectura la ayudó a sobrellevar tanto dolor, eso y el ganchillo, acababa su trabajo y no parecía que lo hubiera tocado de lo perfecto que quedaba.

Cuando por temas de trabajo mi padre fue trasladado a Peñaranda de Bracamonte (Salamanca) en el momento en que tenía vacaciones me faltaba tiempo para tomar el tren y presentarme en su casa. Solo por ver su sonrisa y sentir su cariño merecía la pena la paliza de viaje que suponía el tren de madera con su traqueteo que me llevaba de Peñaranda a Salamanca y viceversa.

Para ella no había nieto feo o torpe, éramos los mejores del mundo y que nadie se atreviera a llevarle la contraria.

Tuve la suerte de compartir con ella una de sus grandes aficiones, la del teatro, transmitido por Radio Nacional y que escuchábamos en la cama cuando yo le decía (aunque no fuera así) que no podía dormir y me acurrucaba a su espalda.

Con ella también me aficioné al cine, cerca de la casa donde vivíamos estaba El Cine Gran Vía, me cogía de la mano o se agarraba de mi brazo y allí nos íbamos, abuela y nieta a disfrutar de las películas de la época, hubo incluso alguna nochevieja que cuando mis tíos se iban a cenar y a celebrar la llegada del Año Nuevo, nosotras nos íbamos al cine.

Ella estuvo siempre pendiente de mis estudios, de mi vida, interesándose por todo lo que me pasaba.

Cuando formé una familia, mis hijas fueron también para ella como una continuación de mi persona, las quería con locura y yo procuraba todas las semanas ir a verla porque sabía lo feliz que le hacía. Íbamos los viernes y siempre nos tenía preparadas unas pastas y cuando fueron mayores nuestra tacita de té.

Siempre tenía buenos consejos para darme, siempre pude contar con su apoyo, con su cariño. Desde siempre dije, que cuando fuera abuela querría ser como ella.

¿Como puede una persona dar tanto cariño y regalar tanta felicidad con todo el sufrimiento por el que ella tuvo que pasar?

No quiero olvidarme de los vecinos que tuvo. Cuando en muchos casos los familiares de los represaliados fueron obligados a abandonar sus casas por el desprecio que les hicieron sentir sus convecinos, aquí fue todo lo contrario, formaron una gran familia donde todo se compartía, la tristeza, la felicidad, lo poco o mucho que hubiera era de todos.

Ella era la “Nona”, así la llamaban los niños de sus vecinos y así la siguieron llamando siempre. Era mucho el cariño que la procesaban.

Tampoco quiero olvidarme de todos mis tíos, unos niños obligados a convertirse de golpe en hombres y mujeres a causa de la tragedia que vivieron, y sobre todo de Maruja, hermana de mi padre, la más pequeña de los hijos, que siempre vivió con mi abuela, para ella también, todo mi cariño. Fue mi confidente, mi amiga y como mi segunda madre. Una mujer muy fuerte que tuvo que superar todas las dificultades que la vida le preparó y de las que salió siempre con más fuerza. Su vida se vio truncada por un cáncer, tuvo una muerte terrible, pero nunca perdió la esperanza de superar esa terrible enfermedad. También como su madre me regaló mucho amor. No puedo separar a ninguna de las dos de mi recuerdo y de mi corazón porque son parte muy importante de mi vida y soy como soy gracias en gran parte a ellas, todo un ejemplo de superación ante las adversidades.

Mi abuelo era muy dado a poner nombre compuestos de personales de la Biblia, pero en este caso a Maruja le puso por nombre “Libertad, Igualdad y Fraternidad”. Cuando se impuso la dictadura franquista se lo hicieron cambian por María Antonia.

Sus hijos adoraban a mi abuela. La noche antes de morir mi padre, estuve con él en el hospital y la noche fue un recuerdo a su padre y su hermano en los últimos momentos antes de que fueran asesinados, y hacia su madre diciendo:

“Madre del alma, madre querida del alma”

De ella aprendí a ver la vida con valentía, a luchar por lo que creo, a ser valiente ante los problemas que me han ido surgiendo en la vida, a luchar por su Memoria, a perseverar en todo lo que me proponga y sobre todo a intentar que los que me rodean sean tan felices como yo lo fui con ellos.

Ahora ya están todos reunidos.

Así era mi abuela.

Por. Luisa Vicente Martín.

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