[dropcap]E[/dropcap]n el transcurrir de nuestra historia familiar se suceden numerosas y muy variadas etapas.
Desde el momento en que formamos una familia estas etapas se van sucediendo; unas veces vienen más relajadas y otras cargadas de más tensión y sufrimiento, dependiendo también de las situaciones personales y los acaeceres que van aconteciendo en el equipo. Sin embargo, hay una etapa que desequilibra sobremanera a cualquier núcleo familiar: La adolescencia.
Esa etapa sobrevuela nuestras cabezas desde que tenemos hijos, más aún, desde que nosotros fuimos adolescentes es “voz populi”.
¿Quién no ha escuchado a sus padres hablar con otros, de nosotros y nuestras rebeldías? ¿Quién no ha escuchado alguna vez la frase, “¿Problemas? Nada… ¡ya verás cuando leguen a la adolescencia!”.
Es como una etapa maldita, un periodo temido, una sombra que acecha sobre nuestras cabezas, sobre nuestros hijos, sin poder hacer nada hasta que se presenta.
Yo lo tenía claro; debía prepararme. Estar precavida para semejante hazaña, así cuando llegase la batalla tendría munición de sobra para enfrentarme al “enemigo”, ese ser rebelde, vago, sin afectos ni cariño, despegado, contestatario, egoísta y no sé cuántas otras cosas más que escuchaba a las madres-padres que ya estaban sumidos en semejante guerra.
Por eso, aunque mi hijo tenía sólo tres años y mi hija aún “estaba en los bolsillos del padre eterno”, me apunté a la escuela de padres del colegio para prepárame a conciencia.
Leía, escuchaba, oía, reflexionaba, sobre todas y cada una de las cosas que, casi nunca, servían para todos. Las reuniones se convertían en un lugar de desahogo para aquellos padres y madres que sufrían, sin recetas ni argumentos para aquel cambio horrible que estaba sucediendo en sus retoños.
Pero yo, madre precavida, estaba tratando de aprender, recoger e interiorizar todo aquello que escuchaba como si de un libro de recetas bien ordenadas se tratara, pensando, que algún día, cuando mi dulce hijo se convirtiera en tan terrible “monstruito” la situación no sería igual para mí. Yo sí sabría qué hacer, como educarlo, cuidarlo, tratarlo y salir victoriosa de tan agónica lucha.
Así se fueron sucediendo los años y como una premonición, esperaba ansiosa observando de cerca aquellos rasgos que definirían que el momento se acercaba. Preparada para atacar con todas aquellas armas guardadas en aquel maravilloso recetario confeccionado años atrás. Claro, a unos les llega antes y a otros después…. Pero llegó.
Muy suave, lentamente, fueron desapareciendo rutinas practicadas durante años. Primero fueron los besos al llegar al colegio, luego“déjame un poco más lejos”, “ya vengo sol@”, “mamá he quedado”, “mamá, ¡por favor! ¿Pero, qué haces?” Una vergüenza ajena que le enrojecía en situaciones en las que antes habíamos reído juntos, ahora pudor, luego intimidad…
Y allí estaba, haciéndose dueña de nuestras vidas. La adolescencia.
Ahora mis cuestiones trataban sobre cómo gestionar las salidas de tono, las contestaciones y la rebeldía hacia cualquier cosa, palabra o comentario que hubiera salido de nosotros —sus padres—.
Cómo gestionar sus labilidades emocionales, su interés y su falta de interés tan repentina sobre cosas que parecían establecidas con tanta seguridad.
Cómo entablar conversación cuando nunca es el mejor momento, estorbas, y su frase favorita es “déjame en paz”.
Cómo ser su madre y que tenga confianza en mí, sin ser su amiga, sus amigos ya están fuera y son más importantes ahora.
Cómo sostener su euforia y su amargura, sus dudas y sus miedos.
Y a pesar de que no está siendo sencillo, porque todo esto conlleva un trabajo personal de gestión de mis propias emociones, para no descontrolar, de acercamiento y comunicación, de paciencia, de aprendizaje mutuo sobre todo nuestro núcleo familiar y de mucha alegría, ha habido algo que me ha clarificado muchísimo mi trabajo como madre de adolescentes.
Mis hij@s, como todos los adolescentes solo buscan una cosa: Su independencia.
Están creciendo, madurando, y es el momento de crear su espacio, ese espacio vital dónde se moverán el resto de sus vidas, una zona en la que concretar y definir su personalidad, sus gustos, su futuro, sus relaciones, sus valores, sus creencias, su tolerancia a la frustración, las herramientas para superar sus miedos, en definitiva; prepararse para una madurez que será la plenitud de sus vidas.
Cuando he entendido esto han cambiado ¡tantas cosas! No se rebelan contra nosotros, sus padres, se rebelan contra sus propios miedos, su propia indecisión, su propia inseguridad, sus propias emociones, contra su propia independencia. Esa que les saca de la comodidad de las cosas resueltas, de la protección y la seguridad. Que anhelan y que rechazan porque exige una responsabilidad, quizás aún demasiado grande para ellos, por eso hoy se rebelan y mañana piden, por eso rechazan pero necesitan y ahí se encuentra nuestra maravillosa labor.
Si entendemos esto, un mundo de posibilidades se abrirá ante nosotros para comunicarnos con ellos, para gestionar emociones en familia, para tomar acuerdos y negociaciones, para ser firmes y para ceder en el momento oportuno, para sujetar y para exigir.
Porque protegerles o dejarles en exceso no les ayuda,mientras tanto… busquemos un término medio, apoyemos sus acciones maduras y negociemos las salidas de tono adolescentes, dejemos que se equivoquen (con prudencia) pero que sepan que pase lo que pase estaremos ahí, no para solucionarles su responsabilidad, no para juzgarles, pero sí que sepan que tienen un lugar seguro donde acudir a pedir apoyo y descansar de tan laborioso trabajo de madurar.
Confiemos en ellos, es una etapa maravillosa, creativa, llena de retos y posibilidades, los adolescentes son savia nueva para un mundo maravilloso y feliz.
María Rosa Benito
Coach de Familia
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