Si las mujeres eligen en Semana Santa la mantilla como muestra de galanura, elegancia y devota presencia, al hombre la conocida como ‘capa española’ le acompaña con su magnífica sobriedad y el aplomo de su confección. De las antiguas pañerías de Béjar, al sur de la provincia de Salamanca, llega la lana que dota de sentido a esta prenda, el ‘sumum’ masculino del bien vestir a la usanza más nuestra.
Contemplemos juntos las vueltas y revueltas, los pliegues y acabados de esta singular (y única) forma de abrigarse, distinguirse y plantarse ante el mundo (y ante las procesiones de Pasión, en este caso).
Son muchas las veces que aparecen las ‘capas españolas’ en momentos punteros, en escenas de la vida pública que requieren elegancia, distinción y un importante saber estar. Actos y acontecimientos solemnes… entre ellos, la Semana Santa. Que autoridades acompañen los pasos procesionales ataviadas de esta guisa es común (y hay quien diría que deseable); en algunos municipios como el extremeño Cordobilla de Lácara, la tradición más importante de estos pasionales días, la de Los Alabarderos, hace que un grupo de hombres ataviados con ‘capa española’ y una lanza custodien durante toda la Semana Santa los pasos de la Virgen y el Cristo que desfilarán por las calles.
En la famosa Pasión de Zamora, aparecen las ‘capas pardas’ o ‘capas alistanas’ (de la zona de Aliste, versión en tono pardo y con grandes broches de la tradicional capa negra); portan un farol de hierro forjado y forman parte de la Hermandad de Penitencia del Santísimo Cristo del Amparo. Esta procesión, llamada «Las Capas Pardas», desfila el Miércoles Santo y está considerada una de las más sobresalientes.
Pero volvamos a la capa negra y a los capistas. Dice la tradición que «un español con una capa y un caballo podía enfrentarse al mundo y conquistarlo». Velázquez, Zuloaga, Murillo y Goya no fueron inmunes a su elegancia y a su soberbia etiqueta; ellos, como otros muchos pintores, plasmaron la caída de esta tela confeccionada en las industrias bejaranas con lana lavada, batida y teñida… y reducida a la mitad de su tamaño dando como resultado un paño de extraordinaria calidad, suave, muy cálido y que nunca encoge.
Una ‘capa española’ ronda los tres kilos de peso y lleva como remate ornamental (en el caso de la llamada ‘capa madrileña’, la más característica), un botón charro a modo de broche sujeto al cuello; se requieren entre cuatro metros y medio y cinco en paño de doble ancho para su confección y aún hay casas de costura y telas, como la muy tradicional y muy madrileña de Seseña, que siguen manteniendo el estandarte de regalar al mundo masculino tan especial y excepcional prenda.
La vistieron durante siglos (y la visten ahora, aunque en mucha menor medida) reyes, escritores, pintores, toreros, músicos, militares, hombres de estado; otorgó dignidad a las órdenes religiosas y a los obispos. Ha sobrevivido a las modas y dicen las asociaciones de amigos de la capa que «un abrigo se pone, pero una capa se lleva»; y sí: la llevaron con gracia desde los pastores para protegerse de la lluvia y el frío a los caballeros para engalanar su porte y esconder su espada.
Un país entero envuelto en los pliegues armónicos del remate de una tela.