Nada es igual ni lo será en mucho tiempo. 99 días de estado de alarma en Salamanca (y el resto de España) dan para mucho. Primero, para ver cómo todo lo que hacíamos con normalidad pasa a ser extraordinario; hasta los simples gestos de abrazar e ir a por el pan eran toda una odisea.
Salir a la calle se convirtió en una odisea prohibida y nuestra vida comenzó a imaginarse a través de una ventana como única tabla de salvación para que nuestra mente no dijese basta. No faltamos nunca a la cita a las 20.00 horas a esas ventanas y balcones para agradecer a los sanitarios su labor en esta pandemia, para sacar las cacerolas una hora más tarde y, algunos, cargar contra el gobierno. El paso de las semanas terminó por apagar ambas cosas, que se diluyeron cuando comenzamos a poner un pie en un territorio prohibido hasta el momento.
Fases y más fases hasta llegar a una nueva normalidad en la que tenemos que seguir con el distanciamiento social, el uso de la mascarilla y lavarnos las manos de una manera compulsiva para evitar que un rebrote tire por la borda todo lo hecho hasta ahora. Lejos, muy lejos parecen los 700, 800 y 900 muertos diarios que retumbaban en nuestras cabezas día tras día en los peores días de una crisis sanitaria sin precedentes, a la que hay que sumar la económica; tiene mala pinta…
Comercios a medio gas, límite de aforo, terrazas ‘aparcadas’ en las plazas de los vehículos y mesas en bares y restaurantes a más distancia de la habitual y una restricción en los movimientos que sí permitió hace unas semanas volver a respirar el aire del campo en los pueblos, pero en muchos casos no dejó visitar a familias y amigos cuya relación era virtual. Siguen ‘chocándose’ los codos después de 99 días de un estado de alarma en el que todos hemos cambiado, quizá para no volver a ser los de antes.