– Me ha sorprendido mucho el final del relato de Elvira. Me da la impresión como si tuviera prisa por acabarlo…
– Bueno. Pues sí. Así es. ¡Había que dejarla descansar después de una vida tan ajetreada! ¿No cree? Pero resulta que me han escrito y me han llamado varios amigos que dicen lo mismo que usted. Y todos me preguntan lo mismo: ¿Qué fue de los berber? ¿Y del bosque de espinos…? ¿Existieron realmente?
– Eso mismo quería decirle yo. Y añadiría lo del poblado en el interior del bosque, porque me resulta difícil imaginar de qué vivían…
– Pues le diré que todo es producto de mi imaginación. Que hubo espinos en abundancia, de zarzas y de endrinos, no me cabe duda, como se deduce del primitivo nombre de la cercana población: Spino. Lo que sí es cierto es que al pie de Peñamecer hubo un antiguo asentamiento calcolítico, que ha sido investigado por los arqueólogos de la Universidad de Salamanca.
«También es cierto que Cauca, la actual Coca, estuvo habitada por gentes africanas que llegaron con la invasión musulmana a partir del 711. El desprecio que sufrieron por parte de los dirigentes árabes fue causa de muchas rebeliones, e incluso de su apoyo en ocasiones a las fuerzas cristianas. Las razias de Almanzor borraron definitivamente su pista. Yo me he imaginado una supuesta huida de unos cuantos desgraciados y su escondite en un frondoso bosque en donde acogieron a Elvira.
«Y respecto al precipitado final del cuento, pensé que cada lector lo rematase como prefiriese. Pero… en fin, como quieren que sea yo mismo el que la termine, ¡allá va!
———–
Elvira era muy feliz cristianizando a aquellos siete niños. No le resultó difícil. Y les enseño a hablar en la lengua de Castilla, que pronto llegaron a hablar correctamente.
Los padres pusieron algunas objeciones a esta enseñanza pero Elvira les convenció con un firme argumento: cuando salieron de Cauca eran «doce manos», es decir sesenta. Ahora quedaban ocho adultos, dos de ellos ancianos, y los siete niños. ¿A qué se debía esta reducción constante? Por supuesto, hubo muertes por enfermedades y por accidentes, pero era muy preocupante el hecho de que muchos niños nacieran mal. No cabía duda de que el parentesco entre todos era un gravísimo problema para la supervivencia de la comunidad.
Y menos mal que de vez en cuando habían tenido aportes de sangre nueva, por ejemplo, Jasmín, la mujer con la que primero se entendió Elvira.
No era berber. Un día desde lo alto de la Meser vieron una gran columna de humo. Con mucha precaución algunos hombres fueron a indagar su causa y descubrieron unas carretas que habían sido arrasadas por bandidos o por quien fuese. Había pocos cadáveres pues el objetivo de estas depredaciones era siempre la captura de nuevos esclavos, más rentable que la rapiña. Pero en aquella ocasión los infelices viajeros habían podido ocultar una niña, que pasó desapercibida y que los berber encontraron casi muerta de hambre: Jasmín, que cuidaron como si de su hija se tratara.
Quizás este episodio se hubiese repetido con anterioridad, desde que los berber se asentaron en el espinar, pero no eran más que prórrogas del triste final que esperaba a todos si no se encontraba una solución: de los siete niños, cinco eran primo hermanos entre sí. Y el marido de Jasmín, padre de los otros dos, era primo de los otros padres. Elvira veía muy negro el futuro de aquellos niños y de ahí su empeño en enseñarles a hablar en castellano, con la idea de que buscasen su porvenir fuera del espinar.
Pasaron años. Y las enseñanzas de Elvira germinaron en las mentes juveniles. Dos muchachos decidieron salir. Elvira les aconsejó que buscasen el río y fuesen hacia oriente, hasta llegar a un puente antiguo, de piedra, donde había oído que se asentaba una rica ciudad.
Y un buen día aquellos jóvenes, Ramín e Imanol –que cambiaron sus nombres por Ramón y Manuel– se despidieron de los demás, con la promesa de que volverían…
Pasaron más años; muchos años… Y un buen día Manuel volvió, acompañado de otros hombres y mujeres. Formaban parte de un grupo abierto que se habían acogido a los privilegios concedidos por el rey Fernando II de León para repoblar las tierras deshabitadas hasta las sierras del sur.
Y mientras Ramón estaba agrupando gente para poblar otra nueva aldea cercana, Manuel fue con otros para recoger a los berber y formar un nuevo enclave fuera del espinar.
Todos acogieron con alegría la idea y se pusieron manos a la obra, escogiendo un sitio que les pareció el más adecuado. Lo llamaron Spino.
Pero los años no habían pasado en balde. A poco de asentarse en Spino, Elvira se sintió indispuesta y, rodeada de aquella gente que tanto la quiso, falleció santamente.
¿Qué pasó con el bosque de espinos? Poco a poco fue siendo roturado y dejó de ser impenetrable. Las antiguas chozas las aprovechaban, a veces, los pastores y vaqueros como refugios, pajares o rediles. La vida continuó su marcha inexorable…
———-
– ¿Qué? ¿Le ha gustado ahora el final del cuento de Elvira?
– Pues sí. ¡Queda bastante mejor!
– Pues esta vez sí que lo doy por acabado definitivamente. Le diré que es diferente a lo que escribí hace años. Ahora está más depurado, mas trabajado. ¡Y acompañado de los dibujos! Por cierto que el de hoy no debería estar en este capítulo, sino en el de Almenara, cuando encontraron el cráneo que identifican con el dragón y que yo he esbozado como el de un Iberosuchus, el famoso cocodrilo que corrió por estas tierras en el Eoceno.
-¿Y con qué nos va a sorprender ahora?
– ¡Ya veremos! Se me está ocurriendo…